sábado, 27 de diciembre de 2008

Una luz lejana



Los tres aventureros corrieron y corrieron, siguiendo la estela plateada, que se adentraba en los senderos, cruzaba descampados y descendía de las montañas.

Kindlist, Crarglac y Angoise estaban en la pradera florida, cuando divisaron a lo lejos una luz vacilante.
—¡Mirad! —exclamó Angoise—. Esa debe ser la casa de Claudio Honrado XVIII, ¡vamos! ¡Un último esfuerzo!

Angoise, que estaba fatigado, siguió corriendo más allá de sus fuerzas, llevado por el entusiasmo. La luz vacilante se convirtió en el crepitar de un fuego a través de un vano. Las formas de una casa se hicieron visibles: una cabaña de piedra con una chimenea y una puerta de madera destartalada. Se encontraba enclavada en la llanura, rodeada de soledades, circundada por las montañas. Allí fueron acercándose los aventureros, y Angoise, al acercarse fue relajando el paso. La estela se adentraba hasta la cabaña. Pero los viajeros repararon en un detalle: una retahila de improperios y gritos provenía del interior y parecía que dos hombres de edad avanzada discutían acaloradamente. Así que, cuidadosamente, Angoise llamó a la puerta dando tres toques, las voces se acallaron; las estrellas y la brisa se congregaron en silencio espectante.

La misión del hombre asustado



—¿Cómo os llamais? —preguntó Crarglac.
—Angoise —respondió el hombre asustado.
—¿Y qué buscais en estas regiones indómitas?
—Me marché de mi hogar, lejano en el oeste buscando una planta exótica.
—¿De qué planta se trata?
—Del loto suizo.
—¿Qué planta es esa?
—Es una flor exótica cuyos pétalos son blancos y rojos, sin embargo se halla casi extinta y por eso deambulo sin rumbo fijo, pues nadie conoce semejante especie.
—¿Por qué deseais encontrarla?
—Mi hermana contrajo una extraña fiebre hace unos meses, por la cual debió guardar reposo en la cama; su piel se volvió naranja, los ojos se le volvieron iridiscentes y le empezaron a crecer hojas en las piernas. Consulté a los médicos, y los médicos me dijeron que no sabían que podía ser. Ante sus sugerencias de investigarla cientificamente, decidí mudarme.
>>Luego consulté a brujos y adivinos, pero me dijeron que estaba maldita y no me dieron soluciones para su aflicción.
>>Finalmente, un amigo me aconsejó que buscara a un alquimista. Consulté con él y él me dijo que había ingerido una extraña sustancia, el agua arcádica, también llamada élixir ninfático, que tiene la capacidad de convertir a las personas y los animales en seres mágicos del bosque. Sin embargo, no deseaba que mi hermana se convirtiera en una alegre elfa o una ninfa correteando por los bosques y los montes, somos huerfanos y vivimos juntos. El alquimista me dijo que si deseaba remediarlo, había de encontrar el loto suizo antes de medio año; así que, sin más tardanza, la dejé a su cuidado y partí en busca de esa especie. Y vos, ¿conoceis semejante especie, la del loto suizo?
—Yo —dijo la rana—, conozco muchas variedades de plantas, pero desconozco el paradero de cualquier que sea el loto suizo; sin embargo un alquimista suizo os puede ser de más ayuda. Si sois paciente os prometo que lo encontraremos.

El homúnculo estaba callado sobre el lomo de Crarglac, el camino le empezaba a resultar cansino y, a pesar del viaje de rescate del aplomo, y de la irresponsabilidad de Heterodoxo, lo echaba de menos. La luna se había alzado sobre la cúpula celeste y estaba apesadumbrado cuando divisó a lo lejos una estela plateada, se incorporó, hincando sus raquíticas piernas sobre la rana, quien croó de dolor. Kindlist comenzó a pegar saltos, señalando hacia el sendero. Los otros dos viajeros no habían reparado en la estela con su conversación, pero ahora lo vieron. Entonces Angoise habló.

—Dejadme que yo os lleve, vuestros saltos son largos, rana, pero mis piernas corren más rápido.

Y así fue como, encontrado el rastro del aplomo de Heterodoxo, los aventureros siguieron su rastro corriendo como almas que lleva el demonio.

Kindlist y la rana encuentran a un hombre asustado



Kindlist y Crarglac llegaron a una región montañosa y llena de obstáculos por la cual no podían avanzar tan rapidamente como en las llanuras. Los picos se alejaban en la distancia, formando un horizonte tapizado de montañas y más montañas. Esto pesó en el ánimo a los viajeros, que pensaban que en tal confusión paisajística no podrían encontrar el hogar de Claudio Honrado XVIII.

Los aventureros de la Montaña de los Héroes les habían indicado la dirección a seguir, pero no un camino concreto que les fuera de utilidad, y en aquella marea abrupta era fácil perderse. Así pues, la rana estaba confundida, con el homúnculo de aberrante olor sobre su lomo, y se adentraron en las espesuras de los montes, tratando de encontrar una senda, cuando llegaron a un sendero en la ladera circundado por árboles espesos que formaban una galería. Las ramas se curvaban y las hojas hacían un techo que dejaba caer algunos rayos de sol en la tarde.

Allí empezaron a oir un castañeteo y una voz inquieta susurrando tras un recodo. Crarglac lo cruzó y se encontró a un hombre acurrucado contra el poste de una señal del camino, con la tez pálida y el rostro contraido por el miedo. La rana se acercó y preguntó.
—¿Por qué os acurrucais y temblais, tal como si hubiera sombras oscuras achechandoos?
Y el hombre pálido respondió.
—Tal sea quizá el temor que me asalta, sombras oscuras acechándome.
—¿De qué se trata?
—Yo iba por este sendero ayer por la noche, cuando de repente los sonidos silvestres se acallaron y todo se tornó silencioso; yo sentí erizarse mi vello como escarpias, entonces vi aparecer una sombra, o el eco de una persona.
>>Por el sendero comenzó a avanzar una silueta lúgubre, por su forma parecía un anciano montañés, y caminaba quejosamente, encorvado, como si la edad fuera una losa terrible cargando sobre su espalda, o sobre su cabeza; llevaba un báculo en su mano derecha, pero todo en él, a pesar de pasar a pocos pasos de mi, era borroso, como si en esencia fuera un espíritu o una simple figura. Yo sentí el temor en todo mi cuerpo, por desconocer qué terrible demonio podía rondar por estas sierras durante la noche. Sin embargo pasó, dejando una pequeña estela plateada tras de si, rastro que desapareció al amanecer.
—¿Y por qué no continuais?
—¡Ay! Temo que si continuo el camino vuelva a topar con el espectro.

Kindlist entonces comenzó a hablar con Crarglac en su peculiar idioma de signos. La rana comprendió lo que ella también sospechaba: esa visión nocturna del viajero asustado era el aplomo de Heterodoxo buscando la casa de Claudio Honrado XVIII. Debían darse prisa si querían alcanzarlo. Los animales y los homúnculos no temen tales cosas como los espíritus, pero sienten un respeto reverencial hacia lo sobrenatural. Así pues, Crarglac ofreció al viajero asustado compañía durante el trayecto, a cambio de ayudarlos a encontrar el hogar de Claudio Honrado XVIII.

El viajero, al oir la proposición, recobró el ánimo y el color volvió a sus mejillas, cogió sus avíos y marchó con los aventureros.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

La montaña de los héroes



Tras la catástrofe y el tumulto provocado por la rana, los aventureros salieron huyendo de lo que quedaba de Ciudad Papelera. Era mediodía cuando todo esto aconteció y el sol declinaba cuando Crarglac, Kindlist y Spinnentier llegaron a una meseta en la Montaña de los Héroes. Allí oyeron un entrechocar de espadas, hachas y lanzas y un estruendo de hechizos variados. En la planicie se congregaban multitud de guerreros y magos, y todos ellos detuvieron sus actividades cuando vieron llegar a los extravagantes viajeros.
—Salud —dijo Crarglac—, ¿qué hacéis en esta meseta, peleando ferozmente?
—Salve —dijo un heraldo ataviado con llamativos colores—. La tarea que aquí nos trae es el ejercicio de nuestras habilidades. Somos aventureros, y como tal, aquí esperamos que las aventuras vengan a nosotros mientras nos volvemos hábiles en nuestros dones. ¿Qué os trae por aquí?
—Un gran y noble propósito, que es un encuentro de alquimistas para la correcta higiene de esta criatura —dijo la rana, señalando a Kindlist. Ésta, al ser más visible, y capaz de hablar, era la más apta para ejercer de portavoz—. Sería una tarea dificil de explicar.
—Largo rato tenemos.

Así pues, la rana comenzó a explicarle la tarea que les traía y las aventuras que habían vivido en ello. Los aventureros allí presentes se mostraron asombrados por tan magnificentes hazañas y les ofrecieron comida y una cálida hoguera durante la noche. Los tres viajeros asintieron complacidos, pues parecían gente con buenas intenciones y se reunieron en torno al fuego. Allí observaron a un mago bastante entristecido, a quien Crarglac sacó conversación.
—¿Qué os empaña el ánimo, hombre de elevado arte?
—Carezco de un familiar para consagrarme de pleno a la vida mágica.
—¿Qué es un familiar?
—Es una criatura animal que está vinculada al alma del mago. Ambos dependen el uno del otro, y sus vidas están vinculadas para siempre, hasta que uno de los dos muera.

La rana se interesó en el tema y el mago siguió contando los pormenores de su vida. Spinnentier se sintió atraida por su vida, y sintió en su ánimo que no era el único ser que se hallaba solo en la creación.

Por tanto se presentó ante el mago y le dijo con una emoción palpable en su voz.
—Si ello no os incomoda, yo podría ser vuestro familiar.
—¿En serio? —preguntó el mago—. Eso sería genial, claro que acepto.

El alborozo fue tremendo, y la garrapata sentía verdaderos sentimientos de amor por el mago, y deseos de iniciar una vida repleta de aventuras ahora que tenía la oportunidad. Echaría de menos a Heterodoxo, pero sus deseos le instaban ahora a elegir otro tipo de existencia, más colorida y cálida que una cueva fría y lúgubre.

Cuando llegó el alba los amigos se despidieron con lágrimas en los ojos, y más de una vez se despidieron antes del adiós final. Sin embargo, en última instancia Kindlist y Crarglac, ahora solos, enfrentaron su camino nuevamente, y descendieron de la Montaña de los Héroes.

La destrucción de Ciudad Papelera



Cuando Kindlist abrió sus ojos de barro se hallaba en una habitación circular con una ventana. Las paredes, el suelo y el techo eran de blanco yeso y en una de las paredes había una ventana con barrotes de papel. A su lado la rana parecía apesadumbrada y la garrapata lloraba desde dentro del zurrón.
—¿Qué haremos ahora? —se lamentaba el pequeño insecto—. Estamos atrapados.

El homúnculo se asomó a la ventana con barrotes de papel, la distancia hacia el suelo era mayor de 20 metros. Los había encerrado en una de las altas torres de los molinos de papel.
—¡Oh! ¿Qué harán con nosotros? Nos matarán y nos asarán, ¡y luego nos comerán!

Kindlist analizó los barrotes de papel. Eran de una pasta tan gruesa y tan dura que parecía hierro. El homúnculo preguntó por señas cómo saldrían. La rana le contestó.
—Tengo una idea, puedo de un salto salir de aquí y luego volver, con el estómago lleno de agua, y ablandar la pasta de un viaje a otro. Así podrás pasar a través de la ventana.

Dicho esto, se empezó a oir ruido de pasos tras la puerta y esta se abrió.
—¡Aquí está el homúnculo! Bien, serás bueno satinando nuestras espadas de papel. Ven para acá.
El carcelero, que tenía un delantal de papel, cogió al homúnculo con el zurrón y la garrapata y se lo llevó de la sala. Crarglac se quedo sola en el lugar, croó de disgusto y de un salto se lanzó hacia el exterior.


Mientras tanto, en la torre, Kindlist veía el origen del repugnante olor que dominaba la ciudad. En los molinos de papel había homúnculos que trabajaban en tropel satinando multitud de papeles con forma de espada. La técnica papelera era tal que el papel conseguido era resistente y afilado. Los homúnculos estaban encadenados con papel para que no escaparan. Así fue puesto a trabajar el homúnculo, con su zurrón y con un mazo de papel.

¿Cuál era el oscuro propósito de los papeleros para secuestrar homúnculos y fabricar espadas? Eso no lo supo Kindlist. Por otro lado, la rana había explorado la Ciudad, y había descubierto que la llanura había sido antiguamente un gran y único rio de descomunal cauce; todo había sido edificado según un sistema intrincado de diques. Tramó un plan sencillo, fastidiaría un mecanismo con el único y poderoso resorte que era su luenga. Con ello el dique se rompería y el agua se desbordaría. Crarglac estiró su lengua con un chasquido, rompió la pequeña palanca y el dique se abrió con un estrépito tremendo.

El caos consiguiente fue tremendo, todas las obras de los papeleros, cuidadas desde antaño, perecieron y fueron destrozadas; sus antiguas glorias se extinguieron consumidas por el torrente acuático. Hecho esto, la rana fue hacia el molino y allí vio que todos los homúnculos gritaban de felicidad. Entre la multitud distinguió a Kindlist con su zurrón. Con un poderoso salto lo recogió, y con otros tantos salieron apresurados de la ciudad.

Los aventureros llegan a Ciudad Papelera



Después de un día y una noche de grandes saltos de la rana, los tres compañeros divisaron a lo lejos una ciudad con numerosos ríos, afluentes y arroyos. En ella todas las construcciones eran blancas y tenían norias: eran molinos de papel, que se alzaban con grandes torres en mitad de una prolongada llanura.
—Por aquí podemos preguntar la dirección del hogar de Claudio Honrado XVIII—dijo la rana, Kindlist asintió.
—Acerquemonos —sentenció la garrapata.

Los peculiares viajeros se aproximaron a la brillante ciudad, pero conforme se acercaban se hacía palpable un hedor inmensa y horridamente desagradable, un hedor como de estiercol reciente, trapos viejos y podridos, cadáveres viejos, armarios cerrados, y un sinfín de otros olores desagradables. En resumen, a homúnculo sin lavar durante dos años. El hedor era tan horroroso, que incluso Kindlist tuvo que taparse su naricilla para proseguir; la rana y la garrapata, por descontado, habían manifestado su profunda aversión, sin embargo no contaban con manos para impedir que el olor llegara hasta sus narices.

Finalmente, descendieron de los valles por los que habían viajado y se encontraron a las puertas de Ciudad Papelera, donde había un portero engalanado con papeles blancos.
—¡Alto! —exclamó— ¿Quiénes sois, a dónde vais, y qué quereis?
—Somos Crarglac la rana azul, Kindlist el homúnculo y Spinnentier la garrapata amante. Vamos a casa de Claudio Honrado XVIII, deseamos encontrarlo. ¿Podéis ayudarnos?

El portero contempló extrañado a los viajeros, sin embargo un brillo de excitación que los foraneos no percibieron, se asomó a sus ojos al observar al homúnculo.
—Por supuesto, la casa de Claudio Honrado XVIII está al otro lado de la Montaña de los Héroes, que allí al otro lado de la llanura podéis ver, pero dejadnos serviros y haceros participes de nuestra famosa hospitalidad, celebraremos un banquete para vosotros.

Los aventureros se sintieron halagados y aceptaron la invitación. Poco rato después, la ciudad bullía de excitación preparando el banquete: papel a la plancha y pasta de papel a la celulosa se sirvieron y todo ello estuvo exquisito. Comieron hasta el hartazgo, sin embargo repararon en un detalle tardiamente.

El alimento estaba cuidadosamente envenenado con sedantes y casi inconscientemente, los inocentes forasteros fueron cayendo en un narcótico sueño.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Kindlist, la garrapata y la rana salen de aventuras




Kindlist y la garrapata salieron de la cueva sin armar mucho ruido, en silencio y sin hablar. Una vez fuera contemplaron la oscuridad de la noche y Kindlist se detuvo a escudriñar las huellas del camino. El homúnculo las descubrió al rato y supo que eran las de Heterodoxo, pues no había nadie más que saliera y viniera de la cueva, salvo los telepizzeros que traían el sustento del alquimista. Así pues le hizo una señal a la garrapata, señalándole las huellas, y esta le dijo.
—Caminemos pues, pero procura que tus zancadas no me fatiguen, pues soy pequeña y donde tú das un paso, yo doy 160 con mis 8 patas.

Kindlist respondió con una señal, pero en sus fueros internos esto le apesadumbró, no contaba con que viajar con un arácnido sería harto lento. Se le ocurrió que él podría llevarla encima, y se lo indicó mediante gestos, pero la garrapata contestó.
—No, soy una garrapata, y si me agarrara a tus hombros, succionaría tu sangre hasta acabar con tus fluidos.

Kindlist se cruzó de hombros, y comenzó a caminar cuando escuchó un croar, que él entendió como lo siguiente.
—¡Esperadme!

Y de repente, de entre la maleza que había a poca distancia del camino a la cueva, surgió la rana escogida por Heterodoxo con un poderoso salto.
—¿A dónde vais?

El homúnculo, que no conocía el lenguaje verbal, se expresó como siempre, mediante señas, pero los animales tienen para ello más intuición que el homo sapiens medio, y lo entendió todo.
—¿Vais buscando al aplomo de Heterodoxo? Bien, el tal alquimista utilizó mi preciosa piel a cambio de bañarme en agua, y ha faltado a su promesa, ahora mi piel está reseca y se cae a cachos; haré lo posible porque cumpla con su cometido. Además, alego a mi favor que si os montáis encima mia puedo transportaros con grandes saltos.

El homúnculo mostró su conformidad alzando los pulgares y, de un salto, aterrizó en el lomo de la rana. Sin embargo, la garrapata permaneció en su lugar; a Kindlist se le ocurrió una idea, y abrió su zurrón. La garrapata entendió lo que quería decir y se metió allí. La rana celebró la aceptación.
—¡Croac! —y con la potencia de sus ancas, se alejó rapidamente de la cueva.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Heterodoxo regresa a su cueva




Heterodoxo se encontraba observando viejos pergaminos con apatía. Revisaba los tratados de Macario Crisóstomo IX sobre la glándula transbiliar de los gnomos que, hacía tiempo ya, había sido refutada por el magnánimo Cornelio Agripa. El último Copérnico siempre se había adscrito a la teoría de Macario, que afirmaba que tal glándula servía para eliminar el exceso de bilis negra en el organismo de los gnomos, convirtiéndola en bilis amarilla, y le gustaba contrastarla con los furiosos ataques y acusaciones de Cornelio Agripa. Para su docta mente, la doctrina de Macario era preclara y de una gran lógica, y no entendía como la comunidad alquímica lo había refutado.

Al menos contaba con la ventaja de que los alquimistas rara vez se reunían, y podía predicar, más bien practicar a solas, las ideas que postularan, sin que por ello sufriera humillación argumentativa alguna. Tal oficio se convierte, a veces, en un oficio solitario, y era por ello que Heterodoxo Copérnico II había desistido de su tarea y había regresado con sus investigaciones.

Pero ni en ello había conseguido mérito alguno, puesto que no lograba concentrarse más de cinco minutos en el tema que perseguía su mente desde que había vuelto: la glándula transbiliar de los gnomos. Y al menos ya había una semana con sus días y sus noches desde que volviera a su hogar. Kindlist estaba en un rincón lejano de la cueva, apestando a vómito de coprófago, royendo la corteza del pequeño gajo de limón que Heterodoxo le había lanzado el pasado día. El pobre y feo homúnculo estaba ahí, puesto que le había sido mandado por Heterodoxo que allí permaneciera, ya que pensaba que su olor lo perturbaba de sus evoluciones y cadencias mentales. La tristeza enmarcaba su rostro: los homúnculos, por horrendos que puedan ser, también aman la higiene, más que ciertos ejemplares humanos.

Pero había algo que Heterodoxo no sabía y es lo que os contaré a continuación: sumido como estaba en la ofuscación y frustración por no conseguir las tareas que se proponía, su homúnculo se había tejido un pequeño zurrón ajustado a su medida, y que al pedirle esa misma noche su dosis de laudano habitual, Kindlist le había dado una dosis mayor, con una mezcla de esencia de loto negro, de forma que durmió tan profundo que cuando Kindlist pasó a su lado, portando su aberrante olor, y acompañado de la fiel garrapata de Heterodoxo, sólo pudo hacer pucheros en sueños.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Heterodoxo pierde el aplomo



Tras el beso, la mujer violeta se marchó, dejando a Heterodoxo reflexionando extasiado sobre la roca, quien no se dio cuenta de su desaparición. Se sucedió así una noche y dos días, hasta que el alquimista decidió ponerse en pie y seguir su camino. Fue entonces, cuando, sumido como estaba en sus pensamientos, percibió que la mujer se había marchado y un humor melancólico empezó a adueñarse de su ánimo.

Así comenzó a caminar, y se adentró en un profundo bosque, en el cual los árboles formaban un especho techo de ramas y hojas de forma que no se podía ver nada, y así caminó durante tres horas. La oscuridad se cernió en derredor suyo y el alquimista se vio dominado por la sensación de que los buhos ululaban acechándole, que los murciélagos le contemplaban entre las tinieblas y otras criaturas nocturnas merodeaban malignamente. El homúnculo temblaba de frío y de miedo, acurrucado en uno de los bolsillos de la túnica del último Copérnico, y este último encendió un candil para disipar sus miedos, y las sombras del camino.

Comenzó entonces a pensar que aún le aguardaba un largo camino, que entre otras muchas cosas, podía encontrar el fracaso, que no hallara los ingredientes, que debido a su vejez falleciera en el camino, que su homúnculo se quedara solo en el mundo, y deseó que el camino fuera menos largo, y que no hubiera tinieblas, ni seres tenebrosos, ni dificultades en él.

Pero perdido en estos oscuros pensamientos, y sin darse cuenta, el alquimista arrivó al linde del bosque y desde allí vio el cielo estrellado y una media luna presidiendo a los astros luminosos. Kindlist entonces salió del bolsillo y se montó en el hombro del alquimista y se puso a señalar las regiones superiores, pegando saltos. A esto el alquimista exclamó.
—¡Mira allá en el cielo como las estrellas y los planetas vagan lentamente en la creación divina! Llevan ahí desde el principio de los tiempos y allí seguirán, incansables, caminando por las regiones etereas, sin cejar en su empeño.
>>¡Por las artes de Cornelio Agripa, que semejantes bosques tenebrosos no volverán a desequilibrar mis humores! ¡Vamos, Kindlist!

Al decir esto, Heterodoxo se apoyó con intención de seguir animadamente, sin embargo algo le falló. En vez de seguir avanzando, se quedó contemplando los extensos y oscuros prados que se extendían ante él, y las siniestras siluetas montañosas que se veían a lo lejos, recortadas contra la noche. Entonces sintió una parte de si que se desprendía de él y tomaba cuerpo. Comenzó a caminar por los prados, como un espíritu de ferrea determinación. Heterodoxo exhaló un suspiro pausado y pesado.
—¡Ay! Ahí va mi aplomo, escapándose de mi... Kindlist, no me sienta bien estar tanto tiempo lejos de mi cueva y de mi puesto de trabajo. Me siento cansado y pienso que esto no terminará nunca, en realidad. Ni siquiera tengo ganas de perseguir a mi aplomo.
>>Por mi como si se va con las salamandras.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

De cómo Heterodoxo recibió su primer beso



Una vez tomó posesión de la rana azulada, Heterodoxo se marchó del estanque y descendió a un frondoso valle. Nervioso como estaba por el éxito en sus avances (y por el remordimiento), el alquimista se sentó sobre una prominente roca y tomó una dosis de láudano. Así relajó sus nervios.

Luego le dio una rodaja de limón a Kindlist, quien hizo un mohín terrible. Pero no terrible como de una persona que come limones, sino terrible como un homúnculo comiendo limones. Sin embargo, como el homúnculo llevaba tiempo sin comer, lo degustó con apetito, a pesar de que, como todo los seres sintientes de la creación, no amaba el sabor de los limones.

Allí estaba, relajándose sobre la roca, dejando que el sueño fuera tomando posesión de él antes seguir el camino, a pesar de que aún era el mediodía. Llamaban a las puertas de su conciencia Morfeo, Ícelo y Fantaso cuando escuchó una repentina voz de timbre femenino entre los árboles.
—¡Señor! ¿Hay alguien ahí?

Y el último Copérnico se levantó rapidamente, todo lo rápido que se puede levantar un anciano alquimista. Y respondió las pesquisas de la voz curiosa.
—A Heterodoxo Copérnico II encontraréis, si seguís avanzando hacia la roca.

De entre los árboles surgió una figura violeta. Bueno, violeta. En toda su silueta se dibujaban tonos púrpuras, morados y violaceos. Puesto que todo en su conjunto, la pamela, el abrigo, la sudadera (hace frio en los Alpes suizos) y los pantalones se ceñían a semejantes tonos y colores. Todo, salvo los zapatos. Los zapatos eran de un blanco, un blanco que rodeado de semejante variedad de colores, en el bosque, en el valle, en la montaña, quedaba desprovisto de originalidad y sabor.
—¡Disculpadme, señor, me encuentro en un grave apuro!
—¿Cómo os llamáis?
—Veilchen, desde mi nacimiento.
—¿Y qué problema os atañe?
—Mis zapatos púrpuras han perdido su color.
—Eso es sin duda una desgracia de tremenda magnitud, pero decidme, señora, ¿qué gano yo con esto?
—¿Deseáis un beso de amor?

Paracelso decía que un buen médico debía tener la virtud del amor, virtud de la cual había carecido él, y eso le sentaba mal. Por tanto, qué mejor que enmendar su error recibiendo en agradecimiento un beso de ella; además, él no sabía cómo eran tales cosas. Por tanto, y aunque temblaba de puro nervio, todo lo que puede temblar un viejo alquimista, dijo.
—Me pondré a ello.

Y entonces se puso el alquimista a laborar. Pensó: si deseo conseguir un tinte violeta, primero he de mezclar el color azul y el color rojo. Puedo destilar el tinte azul de mi nueva rana, y estrujar una rosa hasta extirparle el color rojo.

Heterodoxo se puso manos a la obra, y le preguntó a la rana.
—Excúdsame, ranida amiga, ¿me permitís arrancaros un trozo de vuestra piel?, pues la necesito para conseguir el tinte violeta.

Y la rana contestó.
—Podéis hacerlo, si os comprometéis a sumergirme todos los días en agua de río.
—En nombre de los Copérnico, yo me comprometo a semejante tarea.

A continuación, Heterodoxo cogió su bisturí y cortó un trozo de su magnífica y reluciente piel. Luego preparó sus probetas y retortas, e hizo una candela después de ordenar a Kindlist que recogiera leños y los prendiera con fuego alquímico. Allí sostuvo el cacho de piel a altas temperaturas, hasta que el color se derritió y comenzó a gotear sobre la probeta.

Mientras tanto, el homúnculo había coleccionado pétalos de rosas rojas que encontró en el bosque, y los había estado machacando con el mazo en el mortero que Heterodoxo había preparado, entre otras cosas, cuando salió de su cueva. El homúnculo consiguió una pulpa roja y, finalmente, el último Copérnico, realizó la mezcla y se dirigió a Veilchen.
—Dadme, pues, vuestros zapatos.

Así hizo la mujer, que no era moza, pero tampoco vieja. Heterodoxo cogió los zapatos y los sumergió en la disolución, y cuando los hubo sacado los zapatos ya eran violetas. Sin embargo, observó un problema: su mano, al sumergerlos, se había teñido también de tan intermedio color, y así fue como Heterodoxo tuvo la mano derecha violeta para el resto de su vida.

Veilchen se puso los zapatos y, alegremente, le dio un beso de amor a Heterodoxo.

Sin embargo, aunque semejante cosa no le habían dado jamás en la vida al último Copérnico, este se sintió levemente preocupado por su mano, y la mujer dijo.
—No os preocupeis, Heterodoxo, siempre que os sintais solo podéis mirar vuestra mano y decir:

"De este color es la mujer que me besó"

martes, 11 de noviembre de 2008

Heterodoxo consigue una rana




Con el zurrón cargado al hombro, Heterodoxo regresó al estanque de las ranas. Allí las ranas lo aclamaron al ver el zurrón, que suponían cargado de insectos, croando y pegando grandes saltos por encima de su cabeza. Finalmente, el alquimista se acercó a la reina de las ranas.
—¡Oh, regina ranidarum, aceptad este presente con gozo y buen apetito!

Y la rana, en su ranida lengua, contestó.
—Abrid, pues, vuestro zurrón y veamos lo que contiene en su interior.

Heterodoxo, obedeciendo la orden, abrió el zurrón, y enseguida, los fásmidos armados y en desbandada ante la traición, salieron del zurrón exclamando: ¡Traición! ¡Muerte al tirano burgués!; y ante el alboroto la reina de las ranas se abalanzó, arrastrando en el acto a todo su séquito y plebe. Enseguida revivieron las lenguas de las ranas, recordando el sabor del buen alimento. Poco a poco los lamentos de los insectos-palo se fueron acallando. Una vez la reina de las ranas se relamió, saboreando a su última víctima, se pronunció.
—Nos habéis traido un sabroso alimento, que además nos ha hecho recordar la habilidad de estirar nuestras lenguas hacia largas distancias. Os lo agradecemos, por tanto podéis escoger la rana que deseéis.

El anciano contempló a todo el séquito de ranas y se percató de que había una muy especial: una rana celeste y brillante, cuya piel y textura era acuosa y resbaladiza, como la del resto de ranas. Esa fue, por tanto, la rana que escogió el último Copérnico. Tras pedirla cortesmente a la reina de las ranas, la metió en su zurrón y, apoyándose en su cayado, marchó más allá del estanque. Sin embargo, notó algo removerse en sus bolsillos.

Diligentemente, rebuscó con su huesuda y vieja mano y sacó lo que allí dentro protestaba. Era el homúnculo, Kindlist, quien le dirigía una furibunda mirada llena de reproches, al tiempo que cruzaba los brazos.
—¡Sí, ya sé, Kindlist! Me he comportado como el tirano, que prometiendo la salvación, acaba arrastrando a la destrucción a aquellos a los que ha utilizado, ¡lo siento! Mas no tenía otra solución, eso debía hacerse para conseguir los componentes que habrán de lavarte, ¡además!, mira el hedor que empiezas a despedir.

Y en efecto, el homúnculo comenzaba a oler a trapo podrido. Pero a pesar de la disculpa del alquimista, siguió allí, sobre su mano, con los brazos cruzados, y su mirada desafiante.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La esclavitud de los insectos-palo



El alquimista arrivó a un lugar salpicado de zarzas y arbustos, próximo al estanque. Allí dio, como veréis, por terminada su breve búsqueda.

Heterodoxo comenzó a rastrear el suelo y enseguida reparó en que por tierra se desarrollaba un extraño espectáculo. Las hormigas, armadas con látigos, obligaban a los insectos-palo, en amarga y lenta procesión, a caminar hacia la entrada del hormiguero, que para dar cobijo a semejantes maestros del espionaje, había sido ensanchada. La situación era variopinta: algunos insectos-palo se resistían, otros cortaban sus cadenas y huían. La mayoría eran abatidos por las hormigas-policía y muy pocos conseguían escapar de la tiranía. Otros insectos-palo eran demasiado obesos para entrar en el hormiguero, y con gesto horrorizado, el pobre alquimista vio lo que hacían las hormigas con ellos: los ejecutaban de inmediato y los llevaban en palios para la hormiga reina.

El último Copérnico observó la situación y enseguida se le ocurrió qué podría hacer. Las hormigas eran muy numerosas, pero pequeñas, así que lo más probable era que las ranas se sintieran más contentas si les llevara a los esclavos. Los insectos-palo eran muchos y aún quedaba tiempo para elaborar algo antes de que todos se hallaran cautivos. Así que, discretamente, se alejó unos metros del zarzal y comenzó a mezclar extraños componentes de su probeta, hasta que dio una mezcla de tonos purpureos y verdes y exclamó.
—¡Silfos y ondinas, Kindlist! ¡Esta disolución acabará con las hormigas, por las ideas de Platón!

Y corriendo, todo lo que puede correr un alquimista, claro, se aproximó al lugar de la procesión. Esparció el líquido de la probeta y en segundos, las hormigas fueron abatidas, y las que no fueron rociadas, fueron muertas por el intenso olor, mortal para ellas. Los insectos-palo no se vieron afectadas por la poción y enseguida, con amplias sonrisas, se dedicaron a liberarse de sus amos y señores.
—¡Venga, fásmidos amigos, rescatad a vuestros compañeros del hormiguero y acabad con vuestros opresores!

Así pues, los insectos-palo tomaron las armas de las hormigas, y los que no tenían armas lucharon con sus extremidades contra las hormigas supervivientes. Y se adentraron en el hormiguero, dieron muerte a la hormiga reina y salieron todos jubilosos exclamando "¡Viva la revolución!" "¡Por la libertad!". Heterodoxo se apresuró, sacando un pequeño zurrón:
—Vamos, meteos aquí y os llevaré a un lugar seguro.

Los fásmidos, obedientes, se adentraron en el zurrón, y con malicioso gesto, el alquimista lo cerró.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Heterodoxo llega al estanque



El alquimista, tras dar un trago a su poción vigorizante, descendió de la pequeña montaña. Más abajo vio un estanque con nenúfares y percibió con sus sentidos auditivos el lejano croar de las ranas. Animado por esta señal, apretó su paso, todo lo que un viejo alquimista podía apretarlo, apoyado fruiciosamente sobre su cayado.

Finalmente, descendió hasta el pie del gran montículo, justo donde comenzaba el precioso estanque de aguas cristalinas y vio ranas en la orilla del estanque, y ranas sobre los nenufares y bajo las aguas. Una vez las ranas lo vieron, cesaron sus sonidos y se volvieron todas para mirarlo con sus anfibios ojos.

—¡Salud a todas las ranas del estanque! Mi nombre es Heterodoxo Copérnico II, y vengo a pediros auxilio.

Las ranas permanecieron comtemplándolo impávidamente. De repente, entre saltos, avanzó una rana con una corona que croó grave y pesadamente. El último Copérnico se vio en un apuro, puesto que no conocía la preeminente lengua de las ranas, y menos su dialecto real. Así que apresurado exigió.
—¡Kindlist, traduce!

El pequeño y feo (para ser sinceros, pues guardaba parecido con su amo), homúnculo se apresuró a traducir con gestos, puesto que Kindlist no sabía hablar. Nadie del mundo habría entendido al mudo homúnculo, salvo Heterodoxo, puesto que él estaba acostumbrado desde su creación a comunicarse silenciosamente con él.
—¿Qué deseáis? —tradujo Kindlist.
—Deseo encontrar a las legendarias ranas escamadas.
—Complicada tarea os habéis propuesto, pues las ranas escamadas ya no existen, sin embargo teneis una posibilidad.
—Contad pues.
—Debéis llevaros una rana de mi estanque y luego buscar a Claudio Honrado XVIII, alquimista y hombre de prolongado saber y ciencia, quien conoce el secreto de la transmutación de las ranas.
—Bien, mas, ¿cómo habría de llevarme una vasalla rana vuestra sin hacer un previo pago?
—Pues esa es la cuestión, habréis de pagarme con una ración de sabrosos insectos —y en ese momento Heterodoxo rememoró el reciente capítulo de las alúas—, nuestras lenguas se han quedado atrofiadas y hemos olvidado el arte de la caza. Necesitamos que nos ayudes: traenos un cuenco con una buena ración de insectos para 20 ranas, y te estaremos agradecidos.

Heterodoxo asintió despreocupadamente y añadió
—Así sea, su Alteza, regina ranidarum, me parece justo y con el alma dispuesta a grandes y nobles empresas, acometo la tarea.

Y dicho esto, Heterodoxo prosiguió su camino, en busca de un lugar con abundancia de insectos.

miércoles, 29 de octubre de 2008

La muerte del hombre limón



Heterodoxo siguió los consejos del joven muchacho, y siguió por la explanada hasta la montaña, de modo que permaneció allí varios días, ascendiendo lentamente por cuestas y caminos de cabras. Así hizo camino, apoyándose pesadamente en su cayado, con el feo homúnculo quieto y temoroso, arrugado en los pliegues de su bolsillo.

El último Copérnico vislumbraba mentalmente ya una idea de cómo haría las tenazas. Sí... las fabricaría fuertes y alargadas y para que aguantarán más tiempo las recubriría con una aleación de madera de roble bañado en aceite diamantino. El viejo alquimista caminaba con el aire distraido y se mesaba las barbas mientras cavilaba sobre sus planes. En esas circunstancias no reparó en que ante su camino se había plantado el hombre-limón, tan alto como un hombre y de una piel cuya textura era la del limón. Sus ojos dorados despedían destellos ácidos. Heterodoxo pegó un bote de sorpresa.
—¡Cítricos y perlas! ¿Qué haceis ante mi?
—Como veis... he escapado del árbol que me dio vida, y ahora deambulo solo, pues mis compañeros limones me dieron por perdido hace tiempo cuando debido a mi mutación y mi peso caí de mi rama. Salí a vuestro paso, llamado por el sonido de vuestros pasos, con la esperanza de que pudierais ayudarme, oh, hombre de luengo saber y barba.
—¿Qué deseais?
—Puesto que no hallo esperanza de regresar junto a los mios... deseo que me comais.
—¿Cómo es eso posible? —exclamó, escandalizado, el viejo alquimista.
—Comedme, ¿acaso no os gustan los limones? Atented la súplica de un pobre moribundo, partidme un brazo, bebed mis jugos, o guardadlos en frascos de mística transparencia si os repugna la idea de alimentaros de mi.

Heterodoxo esbozó una profunda cara de circunstancias. Bueno, al menos podría guardarse las sustancias cítricas del hombre-limón y experimentar más adelante con ella, e intentar hacer replicas de más hombres-limones, quizá.
—De acuerdo, pues —asintió Heterodoxo.

A continuación, con un bisturí que había echado en un bolsillo de su túnica, procedió al trabajo. Amputó las extremidades del hombre-limón, que lloraba lágrimas amarillas de dolor y después de dejar que se descitrizara lo cortó en algunas rodajas que utilizó para alimentar a Kindlist, y tras esto, prosiguió su camino.

jueves, 9 de octubre de 2008

Heterodoxo soluciona la disyuntiva



Heterodoxo comenzaba a echar de menos aquella silla que se sentaba en él, y que con la fricción del mimbre lo ayudaba a pensar. Miró el suelo y encontró una piedra grande incrustada ahí, la cual decidió sentarse en él. Era un pobre sustituto, pero lo ayudó a pensar mejor, porque en el hueco que había dejado en el suelo, descubrió una patata fallecida hacía poco, enterrada en la tierra (lo cual es redundante).

Esto le dio una idea, y exclamó enseguida.
—¡Por las ideas de Platón, que ya tengo una solución!—con presteza llamó a las alúas, que cesaron los ataques y le dieron atención— Escuchadme, alúas de frágiles alas, que tengo una cosa que deciros: ¡Observad cuan poderosa es la patata que sostengo entre mis dedos y decidme!: ¿acaso no las deseariais más si no fueran vuestras guardianas?

Y a esto las alúas asintieron.
—Pues seguid escuchando, y decidme si no hay razón en esto que viene a continuación: cogeremos las patatas y las enterraremos en vuestros hogares, así cuando los hombres quieran haceros daño, ellos desenterrarán patatas y dirán "Aquí no hay alúas, sólo patatas" y más tarde se marcharán.

Las alúas se vieron satisfechas, y las pobres personas, víctimas del ataque estuvieron desenterrando y enterrando patatas hasta que las alúas dieron su conformidad. Más tarde el joven muchacho se acercó y dijo.
—Seguid por la montaña, y si bajáis, encontrareis cerca un estanque con ranas.

Así pues, Heterodoxo dio fin a semejante y extraño problema y continuó su camino con Kindlist en un bolsillo.

Las lluvias son un mal presagio



Atendiendo los consejos del hombre nocturno, Heterodoxo siguió en camino recto. Le pareció un buen consejo, pensó. Quizá el hombre era un sabio de la región, que conocía todas las especies vegetales y animales, y que por ello le había indicado, sin titubear, el camino a seguir. El último Copérnico, pues, caminó recto durante un día, hasta que de nuevo cayó el sol, ascendió la luna, descendió, volvió a salir el sol, y así durante tres días más.

El cuarto día sin duda, comenzaba a resultar fatigoso, sobretodo para un viajero que había sido, hasta hacía poco, tan sedentario. Esa misma mañana había arreciado una terrible lluvia que había puesto perdido al alquimista de mojado. De vez en cuando le hablaba a su pequeño acompañante de ojos de barro.
—¡Ay, Kindlist! —lamentaba, desanimado—. Si Paracelso hubiera escrito las penurias que habría de pasar por ti, un pequeño homúnculo, y por tu higiene, habría rehusado aventurarme en tu creación, ¡vitriolos y sales! ¿Dónde estarán las ranas escamadas?

Sin embargo, el alquimista estaba muy lejos de rendirse. Cada vez que se sentía mal y cansado, hurgaba con la mano en sus bolsillos y sacaba un frasco con un elixir carmesí de destellos azulados casuales, bebía un trago, y de repente se sentía mejor. Así proseguía su camino, desde el día que había salido de su cueva. El homúnculo por su parte, nunca había sido alimentado por Heterodoxo, y este se preguntaba si para él había de ser un sustento, puesto que Paracelso nunca lo había indicado en sus escritos.

Cosa aparte, el viejo comenzó a pensar, que el hombre nocturno simplemente había deseado quitarse de encima al viejo, y le había dicho lo más simple: sigue recto hasta encontrar un estanque con nenufares. Y eso, en realidad, no era ningún tipo de indicación, más bien un consejo hecho a la ligera. El alquimista podía seguir en línea recta, y no encontrar ningún estanque.

Sin embargo, se hallaba el viejo cavilando sobre ello, cuando se encontró en un descampado y comenzó a oir apurados gritos de socorro. A veinte metros, se hallaba un nubarrón dinámico de formas negras, como un enjambre de insectos furiosos, y cerca de allí, un muchacho joven que, al ver al anciano alquimista, se dirigió corriendo hacia él.
—¡Sulfatos de cobre y anhidridos carbónicos! ¿Qué sucede? —exclamó, sorprendido, Heterodoxo.
—Señor —dijo el joven, quien ya había alcanzado al viejo hombre—, las alúas nos están atacando.
—¿Mas que ha perturbado la actitud de tan insignificantes insectos para que, en salvaje turba, ataquen a personas?
—Sucede que en las últimas lluvias vinimos a recoger aluas para cazar a los pájaros. Las aluas, en la última vez que vinimos, acudieron a nosotros aquejadas y llorosas pidiendo que no cometieramos más infamia, que las perdonaramos del crimen que involuntariamente hubieran cometido, pero que no soportaban más el triste castigo que estaban sufriendo, el castigo que nosotros les infligiamos nosotros llevándonos a sus familiares, vecinos y parientes lejanos cada lluvia. Para las alúas las lluvias son un mal presagio.
>>Sin embargo nosotros hemos ignorado sus peticiones. Las necesitamos bien muertas para que los pájaros se sientan atraidos. Y cuando hemos venido a buscarlas, en salvaje turba nos han atacado.
—¿Pues entonces por qué, si desoyendo las peticiones de los débiles, os encomendais a la ayuda ajena cuando os volvéis tan insignificantes como esas alúas? Atañe a mi viaje el encontrar a las ranas escamadas, no el salvar a pajareros imprudentes.
—Muy bien, señor, pues no podréis pasar si no podeis solucionar nuestros problemas. Ayudadnos.

Heterodoxo Copérnico fue veloz al comprender el matiz de la situación. Así pues, se mesó la luenga barba, y comenzó a elaborar un plan.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Heterodoxo encuentra una pista



Heterodoxo salió de la cueva y se encontró con la luz del sol, que lo deslumbró.

—¡Por las ideas de Platón! —exclamó, tapándose la vista con una mano.

Pero luego comenzó a ver, más claro, y caminó. Caminó y caminó, y al principio se cansó, pero luego se acostumbró a la marcha. El homúnculo no decía nada, de hecho nunca decía nada; quiero decir que estaba muy quieto en uno de los bolsos de la túnica de Heterodoxo. El viejo se apoyaba en un bastón que había cogido justo antes de salir: cuando se mudó a su cueva lo había colocado justo a la entrada, por si salía a dar una vuelta. El bastón estaba nuevo y sin usar.

El sol había caido una vez, y la luna había salido pero se había vuelto a esconder, y el cielo estaba colmado de estrellas cuando Heterodoxo se encontró a un hombre con un perro. Era su oportunidad para preguntar, puesto que en su libro de las Referencias Universales estaba escrito que si estaba buscando algo y no lo encontraba, lo mejor era preguntar.

—Perdona, ¿has visto escamas de rana?
—¿Escamas de rana? —preguntó el hombre, extrañado— Las ranas no tienen escamas.
—Pues ha de haberlas, por fuerza. Son los componentes imprescindibles para las tenazas de carne.
—Señor, no sé de que tenazas pueda hablarme. Pero sé que, si a usted le interesan las ranas, lo único que tiene que hacer es ir recto hasta encontrar un estanque con nenufares.
—¿Y allí hay ranas con escamas?
—No lo sé, señor, pero si le interesa, le puede preguntar a ellas.
—De acuerdo, muchas gracias.

Y así fue como Heterodoxo encontró la primera pista sobre las escamas de rana.

martes, 7 de octubre de 2008

De cómo y por qué salió Heterodoxo



Heterodoxo estaba preparando un compuesto corrosivo para lavar a su homúnculo, cuando se dio cuenta de que faltaba algo. Estaba pensando en agarrar la sosa caustica con las tenazas de carne, unas tenazas que se agarraban a los materiales en cuanto tomaban contacto. A causa de esto era una piel muy maltratada, lacerada y con múltiples llagas debido al contacto con fuego, sosas y demás materiales no recomendables al tacto.

Sin embargo, alargó la mano distraidamente para cogerlas y...
—¡Ops! —su callosa mano no encontró las tenazas y gritó a su pequeño sirviente— ¡Kindlist! ¡Las tenazas!

El homúnculo negó vergonzosamente con la cabeza. Heterodoxo sabía lo que eso quería decir: pero era imposible, si Kindlist no sabía dónde estaba, ¡eso quería decir que no estaba! El alquimista resopló impacientemente, no le gustaban los contratiempos, así que empezó a pensar en los componentes de las tenazas, porque sin ellas no podía seguir trabajando, la sosa caústica y otros componentes quemarían su ya de por si maltratadas manos; peor aún, no podría lavar a su homúnculo, y se sabe que los homúnculos desprenden hedores insoportables si no se les lava al menos dos veces a la semana.

Así que... si no recordaba mal: escamas de rana, dedos de pez y tinta de caracol. Sí, esos eran los componentes de las tenazas.

—¡Kindlist! —ordenó de nuevo— ¡Escamas de rana, dedos de pez y tinta de caracol!

Pero el homúnculo volvió a negar con la cabeza. El alquimista se cogió de los mofletes y estiró, se ajustó su gorro de pico y posó luego las manos sobre su regazo. Entonces decidió que si bien su cueva era pequeña y podían faltar cosas, el mundo era muy grande y podía haber de lo que quería en cualquier lugar. Cogió el teléfono y llamó a las páginas amarillas suizas.

Preguntó por los componentes que deseaban. Lo sentían, pero ellos no tenían cosas de ese tipo, que para bromas se fuera con sus amigos.

—¡Por la lógica luliana!—exclamó Heterodoxo.

Heterodoxo no sabía qué hacer y poco a poco se dio cuenta de que la única forma de conseguir los componentes era saliendo fuera y buscándolos por si mismo. La idea le horrorizó: llevaba años, quizá siglos sin salir de la cueva, y no sabía cómo era el mundo ahora. Sólo que al otro lado de la línea telefónica, siempre había una voz.

Reflexionó mucho sobre ello: un día y una noche; con un movimiento súbito se levantó, cogió un gran libro, alguna de sus pócimas y varias herramientas; luego las metió en los grandes bolsillos de su túnica y llamó a su homúnculo.

—¡Venga, Kindlist! ¡Nos vamos de aventuras!

Y así fue como, arriesgadamente, Heterodoxo salió de su cueva.

domingo, 5 de octubre de 2008

Aquí vive Heterodoxo



Érase una vez un alquimista viejo que vivía en una cueva. Una cueva en medio de los Alpes suizos. Pero no era una cueva común, fría, seca y oscura; asímismo tampoco tenía goteras significativas por las cuales se podría filtrar el agua de lluvia: era este uno de los principales motivos por los que había escogido una cueva para vivir, que no había goteras, como sí las había, por ejemplo, en otros sitios más mundanales y ruidosos como los edificios humanos. También era silenciosa,y el silencio era algo que el alquimista necesitaba para realizar sus intrincados proyectos, exóticas pocimas y ungüentos curativos. Silencio y concentración.

Por ello vivía solo, con un homúnculo que siempre le estaba sirviendo cuando él lo necesitaba. No era la única cosa viva con la que el alquimista vivía, una garrapata había decidido intentar compartir su existencia con la de aquel hombre extraño y meditabundo. Sin embargo, era un intento vano y fútil, puesto que por mucho que se acercara a él, el alquimista no reparaba nunca en su presencia, y por tanto no podía tentar con ver su amor correspondido.

No son estas las únicas herramientas de las que un alquimista se sirve para realizar su trabajo (exóticas pócimas, intrincados proyectos y ungüentos curativos). Contaba con una silla, la cual se sentaba en él, puesto que lo ayudaba a pensar; el resto del tiempo, cuando el alquimista estaba cansado, se retiraba la silla de la cabeza y se la rascaba debido a la fricción y al roce continuado de la madera. En su mesa de trabajo había desperdigadas cientos de cosas: legajos, pergaminos, probetas, minerales extraños (vitriolos, hamburguesas...), tubos de ensayo, balanzas, compases, cartones de pizzas (un alquimista tiene que comer), herramientas quirurgicas varias, alambique, mortero y mazo, y algunas pieles caducadas, entre otras muchas más cosas extrañas. Esa mesa lo ayudaba en todas sus tareas, y cuando sus experimentos conseguían resultados, guardaba sus logros en un estante desvencijado de madera, roido por el polvo y los insectos, dentro de frascos de cristal transparente con una pegatina escrita con pluma; allí burbujeaban y reposaban los fluidos de mágico poder. En otro lado había una gran tabla: pero él ya no usaba este tablón sostenido sobre dos patas de avestruz, porque durante mucho tiempo la había usado para sus experimentos con el homúnculo de ojos pardos como una mancha de barro, y tras mucho tiempo y mucho esfuerzo lo había conseguido. Y lo más importante, excavado en una pared, estaba incrustado el atanor, el horno donde el alquimista calcinaba y realizaba sus procesos.

Más allá, había una biblioteca repleta de libros polvorientos, cuyas tapas desgastadas estaban ilegibles, y cuya letra era bella y complicada de leer, como en los antiguos códices medievales. El alquimista consultaba a los antiguos maestros, en especial a Paracelso, cuando tenía dudas en materias metafísicas y químicas. En otras ocasiones, cuando quería consultar sobre la naturaleza de la materia, recurría a Aristóteles.

Pero el alquimista estaba un poco viejo y no podía distraerse con cualquier minucia, no antes de comenzar a chochear, por tanto cuando él necesitaba algo llamaba con su voz renqueante, cansada y chillona a su pequeña creación, y esta se precipitaba con rapidez buscando el material solicitado, pues sabía que su amo no toleraba la indulgencia, la lentitud, ni el fallo.

Falta decir que de allí nunca salía, y que el único contacto que tenía con el exterior era mediante el teléfono, con el cual pedía nuevos materiales. Allí pasaba días en activo y noches en vela, laborando y laborando e investigando nuevos métodos y nuevas pócimas.

En este lugar vivía el alquimista, un alquimista llamado Heterodoxo Copernico II, el último descendiente de la familia Copernico, y allí estaba laborando y laborando, cuando un día decidió salir de su cueva.