miércoles, 29 de octubre de 2008

La muerte del hombre limón



Heterodoxo siguió los consejos del joven muchacho, y siguió por la explanada hasta la montaña, de modo que permaneció allí varios días, ascendiendo lentamente por cuestas y caminos de cabras. Así hizo camino, apoyándose pesadamente en su cayado, con el feo homúnculo quieto y temoroso, arrugado en los pliegues de su bolsillo.

El último Copérnico vislumbraba mentalmente ya una idea de cómo haría las tenazas. Sí... las fabricaría fuertes y alargadas y para que aguantarán más tiempo las recubriría con una aleación de madera de roble bañado en aceite diamantino. El viejo alquimista caminaba con el aire distraido y se mesaba las barbas mientras cavilaba sobre sus planes. En esas circunstancias no reparó en que ante su camino se había plantado el hombre-limón, tan alto como un hombre y de una piel cuya textura era la del limón. Sus ojos dorados despedían destellos ácidos. Heterodoxo pegó un bote de sorpresa.
—¡Cítricos y perlas! ¿Qué haceis ante mi?
—Como veis... he escapado del árbol que me dio vida, y ahora deambulo solo, pues mis compañeros limones me dieron por perdido hace tiempo cuando debido a mi mutación y mi peso caí de mi rama. Salí a vuestro paso, llamado por el sonido de vuestros pasos, con la esperanza de que pudierais ayudarme, oh, hombre de luengo saber y barba.
—¿Qué deseais?
—Puesto que no hallo esperanza de regresar junto a los mios... deseo que me comais.
—¿Cómo es eso posible? —exclamó, escandalizado, el viejo alquimista.
—Comedme, ¿acaso no os gustan los limones? Atented la súplica de un pobre moribundo, partidme un brazo, bebed mis jugos, o guardadlos en frascos de mística transparencia si os repugna la idea de alimentaros de mi.

Heterodoxo esbozó una profunda cara de circunstancias. Bueno, al menos podría guardarse las sustancias cítricas del hombre-limón y experimentar más adelante con ella, e intentar hacer replicas de más hombres-limones, quizá.
—De acuerdo, pues —asintió Heterodoxo.

A continuación, con un bisturí que había echado en un bolsillo de su túnica, procedió al trabajo. Amputó las extremidades del hombre-limón, que lloraba lágrimas amarillas de dolor y después de dejar que se descitrizara lo cortó en algunas rodajas que utilizó para alimentar a Kindlist, y tras esto, prosiguió su camino.

jueves, 9 de octubre de 2008

Heterodoxo soluciona la disyuntiva



Heterodoxo comenzaba a echar de menos aquella silla que se sentaba en él, y que con la fricción del mimbre lo ayudaba a pensar. Miró el suelo y encontró una piedra grande incrustada ahí, la cual decidió sentarse en él. Era un pobre sustituto, pero lo ayudó a pensar mejor, porque en el hueco que había dejado en el suelo, descubrió una patata fallecida hacía poco, enterrada en la tierra (lo cual es redundante).

Esto le dio una idea, y exclamó enseguida.
—¡Por las ideas de Platón, que ya tengo una solución!—con presteza llamó a las alúas, que cesaron los ataques y le dieron atención— Escuchadme, alúas de frágiles alas, que tengo una cosa que deciros: ¡Observad cuan poderosa es la patata que sostengo entre mis dedos y decidme!: ¿acaso no las deseariais más si no fueran vuestras guardianas?

Y a esto las alúas asintieron.
—Pues seguid escuchando, y decidme si no hay razón en esto que viene a continuación: cogeremos las patatas y las enterraremos en vuestros hogares, así cuando los hombres quieran haceros daño, ellos desenterrarán patatas y dirán "Aquí no hay alúas, sólo patatas" y más tarde se marcharán.

Las alúas se vieron satisfechas, y las pobres personas, víctimas del ataque estuvieron desenterrando y enterrando patatas hasta que las alúas dieron su conformidad. Más tarde el joven muchacho se acercó y dijo.
—Seguid por la montaña, y si bajáis, encontrareis cerca un estanque con ranas.

Así pues, Heterodoxo dio fin a semejante y extraño problema y continuó su camino con Kindlist en un bolsillo.

Las lluvias son un mal presagio



Atendiendo los consejos del hombre nocturno, Heterodoxo siguió en camino recto. Le pareció un buen consejo, pensó. Quizá el hombre era un sabio de la región, que conocía todas las especies vegetales y animales, y que por ello le había indicado, sin titubear, el camino a seguir. El último Copérnico, pues, caminó recto durante un día, hasta que de nuevo cayó el sol, ascendió la luna, descendió, volvió a salir el sol, y así durante tres días más.

El cuarto día sin duda, comenzaba a resultar fatigoso, sobretodo para un viajero que había sido, hasta hacía poco, tan sedentario. Esa misma mañana había arreciado una terrible lluvia que había puesto perdido al alquimista de mojado. De vez en cuando le hablaba a su pequeño acompañante de ojos de barro.
—¡Ay, Kindlist! —lamentaba, desanimado—. Si Paracelso hubiera escrito las penurias que habría de pasar por ti, un pequeño homúnculo, y por tu higiene, habría rehusado aventurarme en tu creación, ¡vitriolos y sales! ¿Dónde estarán las ranas escamadas?

Sin embargo, el alquimista estaba muy lejos de rendirse. Cada vez que se sentía mal y cansado, hurgaba con la mano en sus bolsillos y sacaba un frasco con un elixir carmesí de destellos azulados casuales, bebía un trago, y de repente se sentía mejor. Así proseguía su camino, desde el día que había salido de su cueva. El homúnculo por su parte, nunca había sido alimentado por Heterodoxo, y este se preguntaba si para él había de ser un sustento, puesto que Paracelso nunca lo había indicado en sus escritos.

Cosa aparte, el viejo comenzó a pensar, que el hombre nocturno simplemente había deseado quitarse de encima al viejo, y le había dicho lo más simple: sigue recto hasta encontrar un estanque con nenufares. Y eso, en realidad, no era ningún tipo de indicación, más bien un consejo hecho a la ligera. El alquimista podía seguir en línea recta, y no encontrar ningún estanque.

Sin embargo, se hallaba el viejo cavilando sobre ello, cuando se encontró en un descampado y comenzó a oir apurados gritos de socorro. A veinte metros, se hallaba un nubarrón dinámico de formas negras, como un enjambre de insectos furiosos, y cerca de allí, un muchacho joven que, al ver al anciano alquimista, se dirigió corriendo hacia él.
—¡Sulfatos de cobre y anhidridos carbónicos! ¿Qué sucede? —exclamó, sorprendido, Heterodoxo.
—Señor —dijo el joven, quien ya había alcanzado al viejo hombre—, las alúas nos están atacando.
—¿Mas que ha perturbado la actitud de tan insignificantes insectos para que, en salvaje turba, ataquen a personas?
—Sucede que en las últimas lluvias vinimos a recoger aluas para cazar a los pájaros. Las aluas, en la última vez que vinimos, acudieron a nosotros aquejadas y llorosas pidiendo que no cometieramos más infamia, que las perdonaramos del crimen que involuntariamente hubieran cometido, pero que no soportaban más el triste castigo que estaban sufriendo, el castigo que nosotros les infligiamos nosotros llevándonos a sus familiares, vecinos y parientes lejanos cada lluvia. Para las alúas las lluvias son un mal presagio.
>>Sin embargo nosotros hemos ignorado sus peticiones. Las necesitamos bien muertas para que los pájaros se sientan atraidos. Y cuando hemos venido a buscarlas, en salvaje turba nos han atacado.
—¿Pues entonces por qué, si desoyendo las peticiones de los débiles, os encomendais a la ayuda ajena cuando os volvéis tan insignificantes como esas alúas? Atañe a mi viaje el encontrar a las ranas escamadas, no el salvar a pajareros imprudentes.
—Muy bien, señor, pues no podréis pasar si no podeis solucionar nuestros problemas. Ayudadnos.

Heterodoxo Copérnico fue veloz al comprender el matiz de la situación. Así pues, se mesó la luenga barba, y comenzó a elaborar un plan.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Heterodoxo encuentra una pista



Heterodoxo salió de la cueva y se encontró con la luz del sol, que lo deslumbró.

—¡Por las ideas de Platón! —exclamó, tapándose la vista con una mano.

Pero luego comenzó a ver, más claro, y caminó. Caminó y caminó, y al principio se cansó, pero luego se acostumbró a la marcha. El homúnculo no decía nada, de hecho nunca decía nada; quiero decir que estaba muy quieto en uno de los bolsos de la túnica de Heterodoxo. El viejo se apoyaba en un bastón que había cogido justo antes de salir: cuando se mudó a su cueva lo había colocado justo a la entrada, por si salía a dar una vuelta. El bastón estaba nuevo y sin usar.

El sol había caido una vez, y la luna había salido pero se había vuelto a esconder, y el cielo estaba colmado de estrellas cuando Heterodoxo se encontró a un hombre con un perro. Era su oportunidad para preguntar, puesto que en su libro de las Referencias Universales estaba escrito que si estaba buscando algo y no lo encontraba, lo mejor era preguntar.

—Perdona, ¿has visto escamas de rana?
—¿Escamas de rana? —preguntó el hombre, extrañado— Las ranas no tienen escamas.
—Pues ha de haberlas, por fuerza. Son los componentes imprescindibles para las tenazas de carne.
—Señor, no sé de que tenazas pueda hablarme. Pero sé que, si a usted le interesan las ranas, lo único que tiene que hacer es ir recto hasta encontrar un estanque con nenufares.
—¿Y allí hay ranas con escamas?
—No lo sé, señor, pero si le interesa, le puede preguntar a ellas.
—De acuerdo, muchas gracias.

Y así fue como Heterodoxo encontró la primera pista sobre las escamas de rana.

martes, 7 de octubre de 2008

De cómo y por qué salió Heterodoxo



Heterodoxo estaba preparando un compuesto corrosivo para lavar a su homúnculo, cuando se dio cuenta de que faltaba algo. Estaba pensando en agarrar la sosa caustica con las tenazas de carne, unas tenazas que se agarraban a los materiales en cuanto tomaban contacto. A causa de esto era una piel muy maltratada, lacerada y con múltiples llagas debido al contacto con fuego, sosas y demás materiales no recomendables al tacto.

Sin embargo, alargó la mano distraidamente para cogerlas y...
—¡Ops! —su callosa mano no encontró las tenazas y gritó a su pequeño sirviente— ¡Kindlist! ¡Las tenazas!

El homúnculo negó vergonzosamente con la cabeza. Heterodoxo sabía lo que eso quería decir: pero era imposible, si Kindlist no sabía dónde estaba, ¡eso quería decir que no estaba! El alquimista resopló impacientemente, no le gustaban los contratiempos, así que empezó a pensar en los componentes de las tenazas, porque sin ellas no podía seguir trabajando, la sosa caústica y otros componentes quemarían su ya de por si maltratadas manos; peor aún, no podría lavar a su homúnculo, y se sabe que los homúnculos desprenden hedores insoportables si no se les lava al menos dos veces a la semana.

Así que... si no recordaba mal: escamas de rana, dedos de pez y tinta de caracol. Sí, esos eran los componentes de las tenazas.

—¡Kindlist! —ordenó de nuevo— ¡Escamas de rana, dedos de pez y tinta de caracol!

Pero el homúnculo volvió a negar con la cabeza. El alquimista se cogió de los mofletes y estiró, se ajustó su gorro de pico y posó luego las manos sobre su regazo. Entonces decidió que si bien su cueva era pequeña y podían faltar cosas, el mundo era muy grande y podía haber de lo que quería en cualquier lugar. Cogió el teléfono y llamó a las páginas amarillas suizas.

Preguntó por los componentes que deseaban. Lo sentían, pero ellos no tenían cosas de ese tipo, que para bromas se fuera con sus amigos.

—¡Por la lógica luliana!—exclamó Heterodoxo.

Heterodoxo no sabía qué hacer y poco a poco se dio cuenta de que la única forma de conseguir los componentes era saliendo fuera y buscándolos por si mismo. La idea le horrorizó: llevaba años, quizá siglos sin salir de la cueva, y no sabía cómo era el mundo ahora. Sólo que al otro lado de la línea telefónica, siempre había una voz.

Reflexionó mucho sobre ello: un día y una noche; con un movimiento súbito se levantó, cogió un gran libro, alguna de sus pócimas y varias herramientas; luego las metió en los grandes bolsillos de su túnica y llamó a su homúnculo.

—¡Venga, Kindlist! ¡Nos vamos de aventuras!

Y así fue como, arriesgadamente, Heterodoxo salió de su cueva.

domingo, 5 de octubre de 2008

Aquí vive Heterodoxo



Érase una vez un alquimista viejo que vivía en una cueva. Una cueva en medio de los Alpes suizos. Pero no era una cueva común, fría, seca y oscura; asímismo tampoco tenía goteras significativas por las cuales se podría filtrar el agua de lluvia: era este uno de los principales motivos por los que había escogido una cueva para vivir, que no había goteras, como sí las había, por ejemplo, en otros sitios más mundanales y ruidosos como los edificios humanos. También era silenciosa,y el silencio era algo que el alquimista necesitaba para realizar sus intrincados proyectos, exóticas pocimas y ungüentos curativos. Silencio y concentración.

Por ello vivía solo, con un homúnculo que siempre le estaba sirviendo cuando él lo necesitaba. No era la única cosa viva con la que el alquimista vivía, una garrapata había decidido intentar compartir su existencia con la de aquel hombre extraño y meditabundo. Sin embargo, era un intento vano y fútil, puesto que por mucho que se acercara a él, el alquimista no reparaba nunca en su presencia, y por tanto no podía tentar con ver su amor correspondido.

No son estas las únicas herramientas de las que un alquimista se sirve para realizar su trabajo (exóticas pócimas, intrincados proyectos y ungüentos curativos). Contaba con una silla, la cual se sentaba en él, puesto que lo ayudaba a pensar; el resto del tiempo, cuando el alquimista estaba cansado, se retiraba la silla de la cabeza y se la rascaba debido a la fricción y al roce continuado de la madera. En su mesa de trabajo había desperdigadas cientos de cosas: legajos, pergaminos, probetas, minerales extraños (vitriolos, hamburguesas...), tubos de ensayo, balanzas, compases, cartones de pizzas (un alquimista tiene que comer), herramientas quirurgicas varias, alambique, mortero y mazo, y algunas pieles caducadas, entre otras muchas más cosas extrañas. Esa mesa lo ayudaba en todas sus tareas, y cuando sus experimentos conseguían resultados, guardaba sus logros en un estante desvencijado de madera, roido por el polvo y los insectos, dentro de frascos de cristal transparente con una pegatina escrita con pluma; allí burbujeaban y reposaban los fluidos de mágico poder. En otro lado había una gran tabla: pero él ya no usaba este tablón sostenido sobre dos patas de avestruz, porque durante mucho tiempo la había usado para sus experimentos con el homúnculo de ojos pardos como una mancha de barro, y tras mucho tiempo y mucho esfuerzo lo había conseguido. Y lo más importante, excavado en una pared, estaba incrustado el atanor, el horno donde el alquimista calcinaba y realizaba sus procesos.

Más allá, había una biblioteca repleta de libros polvorientos, cuyas tapas desgastadas estaban ilegibles, y cuya letra era bella y complicada de leer, como en los antiguos códices medievales. El alquimista consultaba a los antiguos maestros, en especial a Paracelso, cuando tenía dudas en materias metafísicas y químicas. En otras ocasiones, cuando quería consultar sobre la naturaleza de la materia, recurría a Aristóteles.

Pero el alquimista estaba un poco viejo y no podía distraerse con cualquier minucia, no antes de comenzar a chochear, por tanto cuando él necesitaba algo llamaba con su voz renqueante, cansada y chillona a su pequeña creación, y esta se precipitaba con rapidez buscando el material solicitado, pues sabía que su amo no toleraba la indulgencia, la lentitud, ni el fallo.

Falta decir que de allí nunca salía, y que el único contacto que tenía con el exterior era mediante el teléfono, con el cual pedía nuevos materiales. Allí pasaba días en activo y noches en vela, laborando y laborando e investigando nuevos métodos y nuevas pócimas.

En este lugar vivía el alquimista, un alquimista llamado Heterodoxo Copernico II, el último descendiente de la familia Copernico, y allí estaba laborando y laborando, cuando un día decidió salir de su cueva.