jueves, 9 de octubre de 2008

Las lluvias son un mal presagio



Atendiendo los consejos del hombre nocturno, Heterodoxo siguió en camino recto. Le pareció un buen consejo, pensó. Quizá el hombre era un sabio de la región, que conocía todas las especies vegetales y animales, y que por ello le había indicado, sin titubear, el camino a seguir. El último Copérnico, pues, caminó recto durante un día, hasta que de nuevo cayó el sol, ascendió la luna, descendió, volvió a salir el sol, y así durante tres días más.

El cuarto día sin duda, comenzaba a resultar fatigoso, sobretodo para un viajero que había sido, hasta hacía poco, tan sedentario. Esa misma mañana había arreciado una terrible lluvia que había puesto perdido al alquimista de mojado. De vez en cuando le hablaba a su pequeño acompañante de ojos de barro.
—¡Ay, Kindlist! —lamentaba, desanimado—. Si Paracelso hubiera escrito las penurias que habría de pasar por ti, un pequeño homúnculo, y por tu higiene, habría rehusado aventurarme en tu creación, ¡vitriolos y sales! ¿Dónde estarán las ranas escamadas?

Sin embargo, el alquimista estaba muy lejos de rendirse. Cada vez que se sentía mal y cansado, hurgaba con la mano en sus bolsillos y sacaba un frasco con un elixir carmesí de destellos azulados casuales, bebía un trago, y de repente se sentía mejor. Así proseguía su camino, desde el día que había salido de su cueva. El homúnculo por su parte, nunca había sido alimentado por Heterodoxo, y este se preguntaba si para él había de ser un sustento, puesto que Paracelso nunca lo había indicado en sus escritos.

Cosa aparte, el viejo comenzó a pensar, que el hombre nocturno simplemente había deseado quitarse de encima al viejo, y le había dicho lo más simple: sigue recto hasta encontrar un estanque con nenufares. Y eso, en realidad, no era ningún tipo de indicación, más bien un consejo hecho a la ligera. El alquimista podía seguir en línea recta, y no encontrar ningún estanque.

Sin embargo, se hallaba el viejo cavilando sobre ello, cuando se encontró en un descampado y comenzó a oir apurados gritos de socorro. A veinte metros, se hallaba un nubarrón dinámico de formas negras, como un enjambre de insectos furiosos, y cerca de allí, un muchacho joven que, al ver al anciano alquimista, se dirigió corriendo hacia él.
—¡Sulfatos de cobre y anhidridos carbónicos! ¿Qué sucede? —exclamó, sorprendido, Heterodoxo.
—Señor —dijo el joven, quien ya había alcanzado al viejo hombre—, las alúas nos están atacando.
—¿Mas que ha perturbado la actitud de tan insignificantes insectos para que, en salvaje turba, ataquen a personas?
—Sucede que en las últimas lluvias vinimos a recoger aluas para cazar a los pájaros. Las aluas, en la última vez que vinimos, acudieron a nosotros aquejadas y llorosas pidiendo que no cometieramos más infamia, que las perdonaramos del crimen que involuntariamente hubieran cometido, pero que no soportaban más el triste castigo que estaban sufriendo, el castigo que nosotros les infligiamos nosotros llevándonos a sus familiares, vecinos y parientes lejanos cada lluvia. Para las alúas las lluvias son un mal presagio.
>>Sin embargo nosotros hemos ignorado sus peticiones. Las necesitamos bien muertas para que los pájaros se sientan atraidos. Y cuando hemos venido a buscarlas, en salvaje turba nos han atacado.
—¿Pues entonces por qué, si desoyendo las peticiones de los débiles, os encomendais a la ayuda ajena cuando os volvéis tan insignificantes como esas alúas? Atañe a mi viaje el encontrar a las ranas escamadas, no el salvar a pajareros imprudentes.
—Muy bien, señor, pues no podréis pasar si no podeis solucionar nuestros problemas. Ayudadnos.

Heterodoxo Copérnico fue veloz al comprender el matiz de la situación. Así pues, se mesó la luenga barba, y comenzó a elaborar un plan.

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