domingo, 5 de octubre de 2008

Aquí vive Heterodoxo



Érase una vez un alquimista viejo que vivía en una cueva. Una cueva en medio de los Alpes suizos. Pero no era una cueva común, fría, seca y oscura; asímismo tampoco tenía goteras significativas por las cuales se podría filtrar el agua de lluvia: era este uno de los principales motivos por los que había escogido una cueva para vivir, que no había goteras, como sí las había, por ejemplo, en otros sitios más mundanales y ruidosos como los edificios humanos. También era silenciosa,y el silencio era algo que el alquimista necesitaba para realizar sus intrincados proyectos, exóticas pocimas y ungüentos curativos. Silencio y concentración.

Por ello vivía solo, con un homúnculo que siempre le estaba sirviendo cuando él lo necesitaba. No era la única cosa viva con la que el alquimista vivía, una garrapata había decidido intentar compartir su existencia con la de aquel hombre extraño y meditabundo. Sin embargo, era un intento vano y fútil, puesto que por mucho que se acercara a él, el alquimista no reparaba nunca en su presencia, y por tanto no podía tentar con ver su amor correspondido.

No son estas las únicas herramientas de las que un alquimista se sirve para realizar su trabajo (exóticas pócimas, intrincados proyectos y ungüentos curativos). Contaba con una silla, la cual se sentaba en él, puesto que lo ayudaba a pensar; el resto del tiempo, cuando el alquimista estaba cansado, se retiraba la silla de la cabeza y se la rascaba debido a la fricción y al roce continuado de la madera. En su mesa de trabajo había desperdigadas cientos de cosas: legajos, pergaminos, probetas, minerales extraños (vitriolos, hamburguesas...), tubos de ensayo, balanzas, compases, cartones de pizzas (un alquimista tiene que comer), herramientas quirurgicas varias, alambique, mortero y mazo, y algunas pieles caducadas, entre otras muchas más cosas extrañas. Esa mesa lo ayudaba en todas sus tareas, y cuando sus experimentos conseguían resultados, guardaba sus logros en un estante desvencijado de madera, roido por el polvo y los insectos, dentro de frascos de cristal transparente con una pegatina escrita con pluma; allí burbujeaban y reposaban los fluidos de mágico poder. En otro lado había una gran tabla: pero él ya no usaba este tablón sostenido sobre dos patas de avestruz, porque durante mucho tiempo la había usado para sus experimentos con el homúnculo de ojos pardos como una mancha de barro, y tras mucho tiempo y mucho esfuerzo lo había conseguido. Y lo más importante, excavado en una pared, estaba incrustado el atanor, el horno donde el alquimista calcinaba y realizaba sus procesos.

Más allá, había una biblioteca repleta de libros polvorientos, cuyas tapas desgastadas estaban ilegibles, y cuya letra era bella y complicada de leer, como en los antiguos códices medievales. El alquimista consultaba a los antiguos maestros, en especial a Paracelso, cuando tenía dudas en materias metafísicas y químicas. En otras ocasiones, cuando quería consultar sobre la naturaleza de la materia, recurría a Aristóteles.

Pero el alquimista estaba un poco viejo y no podía distraerse con cualquier minucia, no antes de comenzar a chochear, por tanto cuando él necesitaba algo llamaba con su voz renqueante, cansada y chillona a su pequeña creación, y esta se precipitaba con rapidez buscando el material solicitado, pues sabía que su amo no toleraba la indulgencia, la lentitud, ni el fallo.

Falta decir que de allí nunca salía, y que el único contacto que tenía con el exterior era mediante el teléfono, con el cual pedía nuevos materiales. Allí pasaba días en activo y noches en vela, laborando y laborando e investigando nuevos métodos y nuevas pócimas.

En este lugar vivía el alquimista, un alquimista llamado Heterodoxo Copernico II, el último descendiente de la familia Copernico, y allí estaba laborando y laborando, cuando un día decidió salir de su cueva.

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