miércoles, 26 de noviembre de 2008

Kindlist, la garrapata y la rana salen de aventuras




Kindlist y la garrapata salieron de la cueva sin armar mucho ruido, en silencio y sin hablar. Una vez fuera contemplaron la oscuridad de la noche y Kindlist se detuvo a escudriñar las huellas del camino. El homúnculo las descubrió al rato y supo que eran las de Heterodoxo, pues no había nadie más que saliera y viniera de la cueva, salvo los telepizzeros que traían el sustento del alquimista. Así pues le hizo una señal a la garrapata, señalándole las huellas, y esta le dijo.
—Caminemos pues, pero procura que tus zancadas no me fatiguen, pues soy pequeña y donde tú das un paso, yo doy 160 con mis 8 patas.

Kindlist respondió con una señal, pero en sus fueros internos esto le apesadumbró, no contaba con que viajar con un arácnido sería harto lento. Se le ocurrió que él podría llevarla encima, y se lo indicó mediante gestos, pero la garrapata contestó.
—No, soy una garrapata, y si me agarrara a tus hombros, succionaría tu sangre hasta acabar con tus fluidos.

Kindlist se cruzó de hombros, y comenzó a caminar cuando escuchó un croar, que él entendió como lo siguiente.
—¡Esperadme!

Y de repente, de entre la maleza que había a poca distancia del camino a la cueva, surgió la rana escogida por Heterodoxo con un poderoso salto.
—¿A dónde vais?

El homúnculo, que no conocía el lenguaje verbal, se expresó como siempre, mediante señas, pero los animales tienen para ello más intuición que el homo sapiens medio, y lo entendió todo.
—¿Vais buscando al aplomo de Heterodoxo? Bien, el tal alquimista utilizó mi preciosa piel a cambio de bañarme en agua, y ha faltado a su promesa, ahora mi piel está reseca y se cae a cachos; haré lo posible porque cumpla con su cometido. Además, alego a mi favor que si os montáis encima mia puedo transportaros con grandes saltos.

El homúnculo mostró su conformidad alzando los pulgares y, de un salto, aterrizó en el lomo de la rana. Sin embargo, la garrapata permaneció en su lugar; a Kindlist se le ocurrió una idea, y abrió su zurrón. La garrapata entendió lo que quería decir y se metió allí. La rana celebró la aceptación.
—¡Croac! —y con la potencia de sus ancas, se alejó rapidamente de la cueva.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Heterodoxo regresa a su cueva




Heterodoxo se encontraba observando viejos pergaminos con apatía. Revisaba los tratados de Macario Crisóstomo IX sobre la glándula transbiliar de los gnomos que, hacía tiempo ya, había sido refutada por el magnánimo Cornelio Agripa. El último Copérnico siempre se había adscrito a la teoría de Macario, que afirmaba que tal glándula servía para eliminar el exceso de bilis negra en el organismo de los gnomos, convirtiéndola en bilis amarilla, y le gustaba contrastarla con los furiosos ataques y acusaciones de Cornelio Agripa. Para su docta mente, la doctrina de Macario era preclara y de una gran lógica, y no entendía como la comunidad alquímica lo había refutado.

Al menos contaba con la ventaja de que los alquimistas rara vez se reunían, y podía predicar, más bien practicar a solas, las ideas que postularan, sin que por ello sufriera humillación argumentativa alguna. Tal oficio se convierte, a veces, en un oficio solitario, y era por ello que Heterodoxo Copérnico II había desistido de su tarea y había regresado con sus investigaciones.

Pero ni en ello había conseguido mérito alguno, puesto que no lograba concentrarse más de cinco minutos en el tema que perseguía su mente desde que había vuelto: la glándula transbiliar de los gnomos. Y al menos ya había una semana con sus días y sus noches desde que volviera a su hogar. Kindlist estaba en un rincón lejano de la cueva, apestando a vómito de coprófago, royendo la corteza del pequeño gajo de limón que Heterodoxo le había lanzado el pasado día. El pobre y feo homúnculo estaba ahí, puesto que le había sido mandado por Heterodoxo que allí permaneciera, ya que pensaba que su olor lo perturbaba de sus evoluciones y cadencias mentales. La tristeza enmarcaba su rostro: los homúnculos, por horrendos que puedan ser, también aman la higiene, más que ciertos ejemplares humanos.

Pero había algo que Heterodoxo no sabía y es lo que os contaré a continuación: sumido como estaba en la ofuscación y frustración por no conseguir las tareas que se proponía, su homúnculo se había tejido un pequeño zurrón ajustado a su medida, y que al pedirle esa misma noche su dosis de laudano habitual, Kindlist le había dado una dosis mayor, con una mezcla de esencia de loto negro, de forma que durmió tan profundo que cuando Kindlist pasó a su lado, portando su aberrante olor, y acompañado de la fiel garrapata de Heterodoxo, sólo pudo hacer pucheros en sueños.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Heterodoxo pierde el aplomo



Tras el beso, la mujer violeta se marchó, dejando a Heterodoxo reflexionando extasiado sobre la roca, quien no se dio cuenta de su desaparición. Se sucedió así una noche y dos días, hasta que el alquimista decidió ponerse en pie y seguir su camino. Fue entonces, cuando, sumido como estaba en sus pensamientos, percibió que la mujer se había marchado y un humor melancólico empezó a adueñarse de su ánimo.

Así comenzó a caminar, y se adentró en un profundo bosque, en el cual los árboles formaban un especho techo de ramas y hojas de forma que no se podía ver nada, y así caminó durante tres horas. La oscuridad se cernió en derredor suyo y el alquimista se vio dominado por la sensación de que los buhos ululaban acechándole, que los murciélagos le contemplaban entre las tinieblas y otras criaturas nocturnas merodeaban malignamente. El homúnculo temblaba de frío y de miedo, acurrucado en uno de los bolsillos de la túnica del último Copérnico, y este último encendió un candil para disipar sus miedos, y las sombras del camino.

Comenzó entonces a pensar que aún le aguardaba un largo camino, que entre otras muchas cosas, podía encontrar el fracaso, que no hallara los ingredientes, que debido a su vejez falleciera en el camino, que su homúnculo se quedara solo en el mundo, y deseó que el camino fuera menos largo, y que no hubiera tinieblas, ni seres tenebrosos, ni dificultades en él.

Pero perdido en estos oscuros pensamientos, y sin darse cuenta, el alquimista arrivó al linde del bosque y desde allí vio el cielo estrellado y una media luna presidiendo a los astros luminosos. Kindlist entonces salió del bolsillo y se montó en el hombro del alquimista y se puso a señalar las regiones superiores, pegando saltos. A esto el alquimista exclamó.
—¡Mira allá en el cielo como las estrellas y los planetas vagan lentamente en la creación divina! Llevan ahí desde el principio de los tiempos y allí seguirán, incansables, caminando por las regiones etereas, sin cejar en su empeño.
>>¡Por las artes de Cornelio Agripa, que semejantes bosques tenebrosos no volverán a desequilibrar mis humores! ¡Vamos, Kindlist!

Al decir esto, Heterodoxo se apoyó con intención de seguir animadamente, sin embargo algo le falló. En vez de seguir avanzando, se quedó contemplando los extensos y oscuros prados que se extendían ante él, y las siniestras siluetas montañosas que se veían a lo lejos, recortadas contra la noche. Entonces sintió una parte de si que se desprendía de él y tomaba cuerpo. Comenzó a caminar por los prados, como un espíritu de ferrea determinación. Heterodoxo exhaló un suspiro pausado y pesado.
—¡Ay! Ahí va mi aplomo, escapándose de mi... Kindlist, no me sienta bien estar tanto tiempo lejos de mi cueva y de mi puesto de trabajo. Me siento cansado y pienso que esto no terminará nunca, en realidad. Ni siquiera tengo ganas de perseguir a mi aplomo.
>>Por mi como si se va con las salamandras.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

De cómo Heterodoxo recibió su primer beso



Una vez tomó posesión de la rana azulada, Heterodoxo se marchó del estanque y descendió a un frondoso valle. Nervioso como estaba por el éxito en sus avances (y por el remordimiento), el alquimista se sentó sobre una prominente roca y tomó una dosis de láudano. Así relajó sus nervios.

Luego le dio una rodaja de limón a Kindlist, quien hizo un mohín terrible. Pero no terrible como de una persona que come limones, sino terrible como un homúnculo comiendo limones. Sin embargo, como el homúnculo llevaba tiempo sin comer, lo degustó con apetito, a pesar de que, como todo los seres sintientes de la creación, no amaba el sabor de los limones.

Allí estaba, relajándose sobre la roca, dejando que el sueño fuera tomando posesión de él antes seguir el camino, a pesar de que aún era el mediodía. Llamaban a las puertas de su conciencia Morfeo, Ícelo y Fantaso cuando escuchó una repentina voz de timbre femenino entre los árboles.
—¡Señor! ¿Hay alguien ahí?

Y el último Copérnico se levantó rapidamente, todo lo rápido que se puede levantar un anciano alquimista. Y respondió las pesquisas de la voz curiosa.
—A Heterodoxo Copérnico II encontraréis, si seguís avanzando hacia la roca.

De entre los árboles surgió una figura violeta. Bueno, violeta. En toda su silueta se dibujaban tonos púrpuras, morados y violaceos. Puesto que todo en su conjunto, la pamela, el abrigo, la sudadera (hace frio en los Alpes suizos) y los pantalones se ceñían a semejantes tonos y colores. Todo, salvo los zapatos. Los zapatos eran de un blanco, un blanco que rodeado de semejante variedad de colores, en el bosque, en el valle, en la montaña, quedaba desprovisto de originalidad y sabor.
—¡Disculpadme, señor, me encuentro en un grave apuro!
—¿Cómo os llamáis?
—Veilchen, desde mi nacimiento.
—¿Y qué problema os atañe?
—Mis zapatos púrpuras han perdido su color.
—Eso es sin duda una desgracia de tremenda magnitud, pero decidme, señora, ¿qué gano yo con esto?
—¿Deseáis un beso de amor?

Paracelso decía que un buen médico debía tener la virtud del amor, virtud de la cual había carecido él, y eso le sentaba mal. Por tanto, qué mejor que enmendar su error recibiendo en agradecimiento un beso de ella; además, él no sabía cómo eran tales cosas. Por tanto, y aunque temblaba de puro nervio, todo lo que puede temblar un viejo alquimista, dijo.
—Me pondré a ello.

Y entonces se puso el alquimista a laborar. Pensó: si deseo conseguir un tinte violeta, primero he de mezclar el color azul y el color rojo. Puedo destilar el tinte azul de mi nueva rana, y estrujar una rosa hasta extirparle el color rojo.

Heterodoxo se puso manos a la obra, y le preguntó a la rana.
—Excúdsame, ranida amiga, ¿me permitís arrancaros un trozo de vuestra piel?, pues la necesito para conseguir el tinte violeta.

Y la rana contestó.
—Podéis hacerlo, si os comprometéis a sumergirme todos los días en agua de río.
—En nombre de los Copérnico, yo me comprometo a semejante tarea.

A continuación, Heterodoxo cogió su bisturí y cortó un trozo de su magnífica y reluciente piel. Luego preparó sus probetas y retortas, e hizo una candela después de ordenar a Kindlist que recogiera leños y los prendiera con fuego alquímico. Allí sostuvo el cacho de piel a altas temperaturas, hasta que el color se derritió y comenzó a gotear sobre la probeta.

Mientras tanto, el homúnculo había coleccionado pétalos de rosas rojas que encontró en el bosque, y los había estado machacando con el mazo en el mortero que Heterodoxo había preparado, entre otras cosas, cuando salió de su cueva. El homúnculo consiguió una pulpa roja y, finalmente, el último Copérnico, realizó la mezcla y se dirigió a Veilchen.
—Dadme, pues, vuestros zapatos.

Así hizo la mujer, que no era moza, pero tampoco vieja. Heterodoxo cogió los zapatos y los sumergió en la disolución, y cuando los hubo sacado los zapatos ya eran violetas. Sin embargo, observó un problema: su mano, al sumergerlos, se había teñido también de tan intermedio color, y así fue como Heterodoxo tuvo la mano derecha violeta para el resto de su vida.

Veilchen se puso los zapatos y, alegremente, le dio un beso de amor a Heterodoxo.

Sin embargo, aunque semejante cosa no le habían dado jamás en la vida al último Copérnico, este se sintió levemente preocupado por su mano, y la mujer dijo.
—No os preocupeis, Heterodoxo, siempre que os sintais solo podéis mirar vuestra mano y decir:

"De este color es la mujer que me besó"

martes, 11 de noviembre de 2008

Heterodoxo consigue una rana




Con el zurrón cargado al hombro, Heterodoxo regresó al estanque de las ranas. Allí las ranas lo aclamaron al ver el zurrón, que suponían cargado de insectos, croando y pegando grandes saltos por encima de su cabeza. Finalmente, el alquimista se acercó a la reina de las ranas.
—¡Oh, regina ranidarum, aceptad este presente con gozo y buen apetito!

Y la rana, en su ranida lengua, contestó.
—Abrid, pues, vuestro zurrón y veamos lo que contiene en su interior.

Heterodoxo, obedeciendo la orden, abrió el zurrón, y enseguida, los fásmidos armados y en desbandada ante la traición, salieron del zurrón exclamando: ¡Traición! ¡Muerte al tirano burgués!; y ante el alboroto la reina de las ranas se abalanzó, arrastrando en el acto a todo su séquito y plebe. Enseguida revivieron las lenguas de las ranas, recordando el sabor del buen alimento. Poco a poco los lamentos de los insectos-palo se fueron acallando. Una vez la reina de las ranas se relamió, saboreando a su última víctima, se pronunció.
—Nos habéis traido un sabroso alimento, que además nos ha hecho recordar la habilidad de estirar nuestras lenguas hacia largas distancias. Os lo agradecemos, por tanto podéis escoger la rana que deseéis.

El anciano contempló a todo el séquito de ranas y se percató de que había una muy especial: una rana celeste y brillante, cuya piel y textura era acuosa y resbaladiza, como la del resto de ranas. Esa fue, por tanto, la rana que escogió el último Copérnico. Tras pedirla cortesmente a la reina de las ranas, la metió en su zurrón y, apoyándose en su cayado, marchó más allá del estanque. Sin embargo, notó algo removerse en sus bolsillos.

Diligentemente, rebuscó con su huesuda y vieja mano y sacó lo que allí dentro protestaba. Era el homúnculo, Kindlist, quien le dirigía una furibunda mirada llena de reproches, al tiempo que cruzaba los brazos.
—¡Sí, ya sé, Kindlist! Me he comportado como el tirano, que prometiendo la salvación, acaba arrastrando a la destrucción a aquellos a los que ha utilizado, ¡lo siento! Mas no tenía otra solución, eso debía hacerse para conseguir los componentes que habrán de lavarte, ¡además!, mira el hedor que empiezas a despedir.

Y en efecto, el homúnculo comenzaba a oler a trapo podrido. Pero a pesar de la disculpa del alquimista, siguió allí, sobre su mano, con los brazos cruzados, y su mirada desafiante.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La esclavitud de los insectos-palo



El alquimista arrivó a un lugar salpicado de zarzas y arbustos, próximo al estanque. Allí dio, como veréis, por terminada su breve búsqueda.

Heterodoxo comenzó a rastrear el suelo y enseguida reparó en que por tierra se desarrollaba un extraño espectáculo. Las hormigas, armadas con látigos, obligaban a los insectos-palo, en amarga y lenta procesión, a caminar hacia la entrada del hormiguero, que para dar cobijo a semejantes maestros del espionaje, había sido ensanchada. La situación era variopinta: algunos insectos-palo se resistían, otros cortaban sus cadenas y huían. La mayoría eran abatidos por las hormigas-policía y muy pocos conseguían escapar de la tiranía. Otros insectos-palo eran demasiado obesos para entrar en el hormiguero, y con gesto horrorizado, el pobre alquimista vio lo que hacían las hormigas con ellos: los ejecutaban de inmediato y los llevaban en palios para la hormiga reina.

El último Copérnico observó la situación y enseguida se le ocurrió qué podría hacer. Las hormigas eran muy numerosas, pero pequeñas, así que lo más probable era que las ranas se sintieran más contentas si les llevara a los esclavos. Los insectos-palo eran muchos y aún quedaba tiempo para elaborar algo antes de que todos se hallaran cautivos. Así que, discretamente, se alejó unos metros del zarzal y comenzó a mezclar extraños componentes de su probeta, hasta que dio una mezcla de tonos purpureos y verdes y exclamó.
—¡Silfos y ondinas, Kindlist! ¡Esta disolución acabará con las hormigas, por las ideas de Platón!

Y corriendo, todo lo que puede correr un alquimista, claro, se aproximó al lugar de la procesión. Esparció el líquido de la probeta y en segundos, las hormigas fueron abatidas, y las que no fueron rociadas, fueron muertas por el intenso olor, mortal para ellas. Los insectos-palo no se vieron afectadas por la poción y enseguida, con amplias sonrisas, se dedicaron a liberarse de sus amos y señores.
—¡Venga, fásmidos amigos, rescatad a vuestros compañeros del hormiguero y acabad con vuestros opresores!

Así pues, los insectos-palo tomaron las armas de las hormigas, y los que no tenían armas lucharon con sus extremidades contra las hormigas supervivientes. Y se adentraron en el hormiguero, dieron muerte a la hormiga reina y salieron todos jubilosos exclamando "¡Viva la revolución!" "¡Por la libertad!". Heterodoxo se apresuró, sacando un pequeño zurrón:
—Vamos, meteos aquí y os llevaré a un lugar seguro.

Los fásmidos, obedientes, se adentraron en el zurrón, y con malicioso gesto, el alquimista lo cerró.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Heterodoxo llega al estanque



El alquimista, tras dar un trago a su poción vigorizante, descendió de la pequeña montaña. Más abajo vio un estanque con nenúfares y percibió con sus sentidos auditivos el lejano croar de las ranas. Animado por esta señal, apretó su paso, todo lo que un viejo alquimista podía apretarlo, apoyado fruiciosamente sobre su cayado.

Finalmente, descendió hasta el pie del gran montículo, justo donde comenzaba el precioso estanque de aguas cristalinas y vio ranas en la orilla del estanque, y ranas sobre los nenufares y bajo las aguas. Una vez las ranas lo vieron, cesaron sus sonidos y se volvieron todas para mirarlo con sus anfibios ojos.

—¡Salud a todas las ranas del estanque! Mi nombre es Heterodoxo Copérnico II, y vengo a pediros auxilio.

Las ranas permanecieron comtemplándolo impávidamente. De repente, entre saltos, avanzó una rana con una corona que croó grave y pesadamente. El último Copérnico se vio en un apuro, puesto que no conocía la preeminente lengua de las ranas, y menos su dialecto real. Así que apresurado exigió.
—¡Kindlist, traduce!

El pequeño y feo (para ser sinceros, pues guardaba parecido con su amo), homúnculo se apresuró a traducir con gestos, puesto que Kindlist no sabía hablar. Nadie del mundo habría entendido al mudo homúnculo, salvo Heterodoxo, puesto que él estaba acostumbrado desde su creación a comunicarse silenciosamente con él.
—¿Qué deseáis? —tradujo Kindlist.
—Deseo encontrar a las legendarias ranas escamadas.
—Complicada tarea os habéis propuesto, pues las ranas escamadas ya no existen, sin embargo teneis una posibilidad.
—Contad pues.
—Debéis llevaros una rana de mi estanque y luego buscar a Claudio Honrado XVIII, alquimista y hombre de prolongado saber y ciencia, quien conoce el secreto de la transmutación de las ranas.
—Bien, mas, ¿cómo habría de llevarme una vasalla rana vuestra sin hacer un previo pago?
—Pues esa es la cuestión, habréis de pagarme con una ración de sabrosos insectos —y en ese momento Heterodoxo rememoró el reciente capítulo de las alúas—, nuestras lenguas se han quedado atrofiadas y hemos olvidado el arte de la caza. Necesitamos que nos ayudes: traenos un cuenco con una buena ración de insectos para 20 ranas, y te estaremos agradecidos.

Heterodoxo asintió despreocupadamente y añadió
—Así sea, su Alteza, regina ranidarum, me parece justo y con el alma dispuesta a grandes y nobles empresas, acometo la tarea.

Y dicho esto, Heterodoxo prosiguió su camino, en busca de un lugar con abundancia de insectos.