miércoles, 12 de noviembre de 2008

De cómo Heterodoxo recibió su primer beso



Una vez tomó posesión de la rana azulada, Heterodoxo se marchó del estanque y descendió a un frondoso valle. Nervioso como estaba por el éxito en sus avances (y por el remordimiento), el alquimista se sentó sobre una prominente roca y tomó una dosis de láudano. Así relajó sus nervios.

Luego le dio una rodaja de limón a Kindlist, quien hizo un mohín terrible. Pero no terrible como de una persona que come limones, sino terrible como un homúnculo comiendo limones. Sin embargo, como el homúnculo llevaba tiempo sin comer, lo degustó con apetito, a pesar de que, como todo los seres sintientes de la creación, no amaba el sabor de los limones.

Allí estaba, relajándose sobre la roca, dejando que el sueño fuera tomando posesión de él antes seguir el camino, a pesar de que aún era el mediodía. Llamaban a las puertas de su conciencia Morfeo, Ícelo y Fantaso cuando escuchó una repentina voz de timbre femenino entre los árboles.
—¡Señor! ¿Hay alguien ahí?

Y el último Copérnico se levantó rapidamente, todo lo rápido que se puede levantar un anciano alquimista. Y respondió las pesquisas de la voz curiosa.
—A Heterodoxo Copérnico II encontraréis, si seguís avanzando hacia la roca.

De entre los árboles surgió una figura violeta. Bueno, violeta. En toda su silueta se dibujaban tonos púrpuras, morados y violaceos. Puesto que todo en su conjunto, la pamela, el abrigo, la sudadera (hace frio en los Alpes suizos) y los pantalones se ceñían a semejantes tonos y colores. Todo, salvo los zapatos. Los zapatos eran de un blanco, un blanco que rodeado de semejante variedad de colores, en el bosque, en el valle, en la montaña, quedaba desprovisto de originalidad y sabor.
—¡Disculpadme, señor, me encuentro en un grave apuro!
—¿Cómo os llamáis?
—Veilchen, desde mi nacimiento.
—¿Y qué problema os atañe?
—Mis zapatos púrpuras han perdido su color.
—Eso es sin duda una desgracia de tremenda magnitud, pero decidme, señora, ¿qué gano yo con esto?
—¿Deseáis un beso de amor?

Paracelso decía que un buen médico debía tener la virtud del amor, virtud de la cual había carecido él, y eso le sentaba mal. Por tanto, qué mejor que enmendar su error recibiendo en agradecimiento un beso de ella; además, él no sabía cómo eran tales cosas. Por tanto, y aunque temblaba de puro nervio, todo lo que puede temblar un viejo alquimista, dijo.
—Me pondré a ello.

Y entonces se puso el alquimista a laborar. Pensó: si deseo conseguir un tinte violeta, primero he de mezclar el color azul y el color rojo. Puedo destilar el tinte azul de mi nueva rana, y estrujar una rosa hasta extirparle el color rojo.

Heterodoxo se puso manos a la obra, y le preguntó a la rana.
—Excúdsame, ranida amiga, ¿me permitís arrancaros un trozo de vuestra piel?, pues la necesito para conseguir el tinte violeta.

Y la rana contestó.
—Podéis hacerlo, si os comprometéis a sumergirme todos los días en agua de río.
—En nombre de los Copérnico, yo me comprometo a semejante tarea.

A continuación, Heterodoxo cogió su bisturí y cortó un trozo de su magnífica y reluciente piel. Luego preparó sus probetas y retortas, e hizo una candela después de ordenar a Kindlist que recogiera leños y los prendiera con fuego alquímico. Allí sostuvo el cacho de piel a altas temperaturas, hasta que el color se derritió y comenzó a gotear sobre la probeta.

Mientras tanto, el homúnculo había coleccionado pétalos de rosas rojas que encontró en el bosque, y los había estado machacando con el mazo en el mortero que Heterodoxo había preparado, entre otras cosas, cuando salió de su cueva. El homúnculo consiguió una pulpa roja y, finalmente, el último Copérnico, realizó la mezcla y se dirigió a Veilchen.
—Dadme, pues, vuestros zapatos.

Así hizo la mujer, que no era moza, pero tampoco vieja. Heterodoxo cogió los zapatos y los sumergió en la disolución, y cuando los hubo sacado los zapatos ya eran violetas. Sin embargo, observó un problema: su mano, al sumergerlos, se había teñido también de tan intermedio color, y así fue como Heterodoxo tuvo la mano derecha violeta para el resto de su vida.

Veilchen se puso los zapatos y, alegremente, le dio un beso de amor a Heterodoxo.

Sin embargo, aunque semejante cosa no le habían dado jamás en la vida al último Copérnico, este se sintió levemente preocupado por su mano, y la mujer dijo.
—No os preocupeis, Heterodoxo, siempre que os sintais solo podéis mirar vuestra mano y decir:

"De este color es la mujer que me besó"

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