miércoles, 14 de enero de 2009

El retorno del alquimista sin aplomo



El rubeo alquimista se deslizó hasta la puerta y lentamente y con curiosidad abrió la desvencijada puerta. Ante él se abría la noche y la amplia llanura, pero antes de eso: la silueta de otro alquimista, una figura recortada contra el paisaje, un viejo encorvado por el peso del tiempo. Llevaba una gran túnica, estaba tembloroso por el frío, y observaba con mirada cansada y sosegada a Claudio.
—¿Dónde está mi aplomo, y mi homúnculo? ¡Lógica de Llull!
—¿Heterodoxo?
—¡Claudio!
—¡En buena hora llegais! ¿Qué os sucede? Pareceis cansado, como de no haber dormido durante varios días, y aterido por el frio. Pasad hacia dentro, hay varios asuntos esperandoos aquí dentro.

Vio entonces que en la mano de Heterodoxo había un frasco de cristal con posos de un líquido viscoso y luminoso.
—Necesito reposo, largo y sin descanso ha sido el camino.
—Pasad, insisto, y sentaos, hay sitio de sobra para un amigo alquimista más.

Así pues, el viejo alquimista, protagonista de esta aventuras pasó esforzadamente, tan esforzadamente como puede esforzarse un viejo alquimista, apoyado en su cayado, y franqueó el umbral de la estancia donde descansaban los huespedes alrededor del brasero. Zacarías dio un respingo.
—¡Heterodoxo! Menuda noche.

La respuesta de Kindlist no se hizo esperar, mas no lo hizo celebrándolo con saltos y fiestas. Eso habría sido más propio de un perro, sin embargo los homúnculos no celebran, y Kindlist se limitó a correr hacia Heterodoxo y guarecerse en los bolsillos de su túnica. Crarglac frunció el ceño y miró claramente enfadada al alquimista. Angoise se acarició la barbilla con curiosidad.
—¡Semejante audiencia no había encontrado antes en una noche cerrada! ¿Qué trae a todos por aquí?
—Quizá no sea un despropósito como parece, sino una grata coincidencia —afirmó Zacarías—. Estos tres huespedes se hallan aquí en busca de vuestro aplomo que, como podeis ver flota ahí a la vista de todos, pesado y estable. El motivo de mi visita es uno de mis últimos descubrimientos, aunque ya que nos honrais con vuestra presencia, podriamos debatir aquello sobre la glándula transbiliar...
—¿...de los gnomos? ¡No, gracias! Ya ha quedado claro que vuestro apoyo a las tesis de Macario son un verdadero desproposito y que los postulados originales de Paracelso al respecto son más iluminadores. Me ahorraré debatir sobre ello, he venido aquí en busca de mi aplomo; espero que sepas disculpar mi declinación, mas estoy fatigado.
—De acuerdo, habrá tiempo de sobra para discutir sobre ello.
—Y bien —interrumpió Claudio—, veníais en busca de vuestro aplomo, ¿no? Aquí lo teneis, opino que si aplicamos un descenso de temperatura a esta habitación vuestro aplomo podrá fluir hacia un recipiente adecuado y vos podreis beberoslo para recuperarlo.
—Bien, trae jugos de pingüino y cuecelos, enseguida se notará el efecto ártico de sus componentes y la habitación se enfriará, y coloca un mortero bajo mi aplomo; luego podemos colocarlo en el alambigue y realizar los alquimicos procesos necesarios para adecuarlo de nuevo en mi cuerpo.
>>Empecemos —propuso Claudio.

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